viernes, 23 de diciembre de 2016

Van ciento cuarenta

CXXXI  Porque como había que ir a los oficios de la iglesia, a los que iban las personas mayores por turno a velar a Jesucristo que estaba muerto metido en una arquilla de cristal, mi madre discutía con mi padre porque mi padre no quería ir, porque seguro que estaba mejor en cualquier otro sitio, y le decía: anda tú, que luego voy yo, y entonces iba yo con ella. Estaba con mi madre hasta que me mandaba a buscar a mi padre a cualquier sitio. Al salir de la iglesia veía que allí estaban las personas con las manos sujetando su barbilla y los codos reclinados en el banco y las rodillas hincadas en el suelo: rezando.
CXXXII  Porque en definitiva Jesucristo había muerto por redimir nuestros pescados, también por los míos. Ya era el segundo pecado que había cometido sin hacer nada. Quedaba muy claro el mensaje que nos llegaba desde la devoción católica y era que todos los hombres éramos unos pecadores sin remisión, y yo pensaba que todos los años lo habían de matar por nuestra culpa. Se quiera que no, ese certeza penetra en las entrañas del niño conforme va andando su corto camino, sin importar a los propagadores la aflicción que le pueda acometer entonces sino la concienciación de su conducta en el futuro.
CXXXIII Porque en la noche estaba la luna llena. La Iglesia hacía el calendario para que aquella noche fuera de luna llena, la primera luna llena del mes de abril, y ya me iba a dormir sin saber qué iba a pasar mañana cuando volviera a resucitar dios. Y en el mañana, recuerdo el Domingo de gloria o de resurrección, el domingo de Pascua o el domingo de Pascua Florida, que tenía muchos nombres ese día, porque era el único día que decía el catecismo que era obligatorio comulgar para el cristiano, porque Cristo había resucitado. Ya se podía otra vez reír y cantar en las casas, y gritar y jugar en las calles y vestir de claro las mujeres, aunque todavía siendo primavera: sin lucir escote.
  CXXXIV Porque luego llegaba el día de la Ascensión, que cuando me tocó antes a mí, me tocó a mí, pero que siempre había un primo o un amigo que hacía la primera comunión, y ese día había que verlo viviendo el día más importante de su vida. Porque ese día era el día más radiante del año y lo decían el dicho: tres jueves hay en el año que relucen más que el sol Jueves Santo, Corpus Cristi y el día de la Ascensión. Siempre era jueves. Tenían que pasar cuarenta días desde el día Viernes santo que había muerto Jesús. Era cuando ascendió a los cielos desde una montaña, que lo vieron su madre y los apóstoles.
CXXXV Porque recuerdo cómo se celebraba el día del Corpus Christi. En mi pueblo una procesión salía de la iglesia a pasear las calles con la custodia bendita con el cuerpo de Cristo. El símbolo sagrado era llevado por el párroco y los coadjutores vestidos con sus mejores galas, protegidos todos bajo el palio de ocho palos que llevaban las autoridades civiles y los guardias civiles.
Los niños que habían comulgado ese año echaban pétalos de rosas  a la par que caminaban. En las confluencias de las calles por las que pasaba la procesión florida las vecinas levantaban unos altares para mayor gloria del paso. Todo era emoción y sentimiento cristiano que ahora lo recuerdo y me da risa.
CXXXVI  Porque en tan tierna edad me educaron en el temor a dios y en la aprensión a la muerte. Dios era un dios que me quería mucho, mucho más que lo que se puede querer a nadie. Tanto me quería que cualquier día me llevaría con él al cielo, a su lado, como se había llevado a un hijo de una amiga de mi madre para que fuera un ángel del cielo. Siempre y cuando no estuviera en pecado. Para conseguir este propósito utilizaban la semana santa para que los más niños iniciáramos la formación de nuestra consciencia e inconsciencia identificándonos con el dolor de Jesucristo en el tiempo de pasión.
  CXXXVII  Porque cuando me hablaban del infierno y del fin del mundo y del juicio final y decían aquello del llanto y el crujir de dientes que había en el infierno, que nada más que el sonido de las palabras llorando y crujiendo y corriendo hacia mí, me ponían los pelos de punta, tenía la sensación de que podía ocurrir cualquier mal presagio mañana mismo. Así que no sé si me portaba bien o mal, pero por la noche cuando entraba ruido por el balcón, lo pasaba muy mal y la manta no llegaba a taparme la cabeza pensando en lo peor que me podía pasar rodeado como estaba de peligros y tentaciones por todas partes.
CXXXVIII Porque mi vida iba caminando y las cosas iban cambiando. Aunque no me acuerdo de si llegaban malas noticias para la iglesia, sí recuerdo cuando hablaban las señoras en la mesa camilla de casa de mi abuela, mientras hacían mundillo, aunque a muchas más cosas de las que decían era difícil seguir el ovillo, las que más les ocupaba eran las cosas de la Iglesia y el Concilio Vaticano II que se estaba celebrando en Roma. Decían que este Papa nuevo que se llamaba Pablo VI lo iba a arreglar todo y ya hablaban de qué iba a pasar con el Concilio. Cosas y temores de las mujeres piadosas.
CXXXIX  Porque recuerdo cómo fueron cambiando poco a poco las cosas en la Iglesia. Cambios que a cuenta de las exclamaciones de dolor que oía de boca de las mujeres mayores, pudiera ser que a nadie les pareciera bien, porque eran cosas muy modernas que no iba a traer más que el pecado. Creo que por aquellos días las pintaron de blanco y de pronto las paredes de la iglesia, abrieron las ventanas y prendieron las luces en la iglesia y había más luz que nunca. Pusieron una mesa de piedra en medio del altar y en el atar mayor no quedó más que la puerta del sagrario. No usaban el latín más que para las cosas más sagradas y para los funerales. Todo para ensartar mejor las mentiras.
CXL Porque llegó la tarde de un domingo que no consigo poner en el tiempo, en la que había venido el señor arzobispo al pueblo. Se llamaba Enrique Delgado y junto con otros muchos niños de mi misma edad y un poco más mayores me confirmaron. Ahora veo la foto y me reconozco y sin embargo no quedó grabada en mi memoria.
Me decían mis tíos en broma que el arzobispo me iba a dar una torta. Mi madre me decía que era una caricia en la cara con la que me aceptaba como buen cristiano en el seno de la iglesia. Sin duda yo quería ser buen cristiano, y que a partir de ese día me iba a iluminar el Espíritu santo.

lunes, 19 de diciembre de 2016

Ciento veintinueve y una

CXXI Porque en aquella semana que llamaban santa todo que se hacía alrededor de la iglesia era como muy contradictorio para llegar a entenderlo, que además luego nunca lo entendía. El Jueves Santo había que ir a misa por la tarde porque era la última cena, y ya no había más misas. Yo pensaba que ya no iba a ver más misas nunca porque se moría Cristo pero era solamente para un par de días, porque el domingo venía la misa más importante del año en la que Jesucristo resucitaba, y por eso ese día hasta mi padre comulgaba, sin excusa de si había comido algo ni se había bebido un vaso de vino sin darse cuenta.
CXXII  Porque había momentos en los que parecía que todo era alegría como en la última cena que la iglesia se llenaba de gente y los hombres se quedaban de pie en la parte de atrás y en el altar mayor, vestidos de blanco los oficiantes, concelebraban todos los curas que había en el pueblo y alguno más que venía de fuera. Las mujeres al salir decían: un mandamiento nuevo nos dio el señor: que nos amáramos todos como él nos amó. Puede ser que hasta los mayores hubiera oído la primera vez aquel mandamiento: se les oía repetirlo muchas veces como si fuera novedad y debieran aprendérselo.
CXXIII Porque el viernes santo que mejor recuerdo lo recuerdo frustrante y con rabia por no haber podido participar en el Santo entierro. Me apunté para salir en la procesión vestido de nazareno con una túnica morada que por la mañana la llevé a casa de mi abuela Flora, que era la que había puesto el dinero para pagar el derecho a salir, y la mandó lavar y planchar porque decía que estaba llena de pulgas. Al atardecer nos subieron a todos los niños a un salón para esperar con las coronitas de espinas, unas cruces y unos clavos. Cuando subieron a llamarnos ya estaba la procesión de vuelta y nos quedamos llorando.
CXXIV  Porque nos explicaban cómo había sido el juicio a Jesucristo por ser el rey de los judíos o el hijo de dios o el mesías. Nunca sabía quién era. Los soldados romanos lo habían cogido prisionero en el huerto de los olivos que se llamaba Getsemaní a donde había ido a rezar después de la última cena.
Allí lo había señalado Judas Iscariote dándole un beso en la mejilla. Le habían pagado con treinta monedas de plata y luego se había ahorcado colgándose de un olivo, corroído por su conciencia. Judas más que Judas. Una imagen de un hombre ahorcado ilustraba la historia. Recuerdo cómo contaba Don Eusebio este episodio en la escuela cuando estaba en tercer grado.
CXXV  Porque ¿cómo iba a entender aquello de que se llevan a Jesús el nazareno a Anás y Caifás, y que estos dos sumos sacerdotes judios se lo entregan al gobernador romano Poncio Pilatos, que primero dice que solamente le va a castigar y que luego lo va a liberar, pero que luego se lava las manos y lo manda a crucificar por petición del pueblo… Cómo iba a entender que durante el juicio la gente se riera y le dijera que era el rey de los judíos y entonces había que concluir que: el juicio no era un juicio, sino que era la voluntad de dios de que sucediera así y que su hijo fuera sin remisión al Calvario para liberarnos de nuestros pecados…? Todo un disparate. Tenía ocho años.
CXXVI  Porque dentro de la pasión había algunos episodios que me dolían a mí conforme los oía contar: el castigo inhumano de la flagelación: ataron a Jesús las manos por encima de la cabeza con unas cuerdas gruesas y lo colgaron a una columna de piedra y le dieron cuarenta latigazos por todo el cuerpo. Me imaginaba todo el cuerpo sangrando y herido con las bolas de plomo que llevaba el flagelo de cuero con el que le pegaban y me estremecía, y luego el manto rojo con el que le cubrieron porque había dicho que era rey, y la corona de espinas. Sentía una empatía profunda y dolorida por el abatido Jesús.
CXXVII  Porque recuerdo que todo se volvía en contra de Jesús que iba con la cruz a cuestas camino del monte Gólgota, y cómo el apóstol Simón también llamado Pedro negaba a Jesús por tres veces antes de que cantara el gallo, y Simón Cirineo ayudándole a llevar la cruz un rato y a María y a Magdalena que estaban observando su paso y a Verónica que le enjuaga el rostro y le retira el sudor. Estos episodios se recordaba en lo que se llamaba el vía crucis, que era un recorrido que se hacía en el interior de la iglesia parando en las quince estaciones  en las que se representan: la pasión, muerte y resurrección de Jesús.
CXXIX  Porque recuerdo la procesión del día del viernes santo en la que, algunas mujeres vestidas de negro y con las cabezas tapadas con un velo también negro, iban descalzas por el centro de la calle arrastrando los pies muy despacio porque seguramente le harían mucho daño las plantas con las piedras. No sé las razones de tanta devoción pero seguramente iban por una promesa o para mortificarse por algo que habían hecho y que ellas solamente lo sabían o para sanar a algún familiar que estuviera enfermo. Recuerdo a mujeres viejas con velas y cirios andando al lado de las imágenes…que daba mucho miedo.
CXXX Porque al día siguiente hasta caer la tarde todo era silencio. Era el sábado santo y Jesús estaba de cuerpo presente, de repente justo al anochecer los chicos mayores salían a recorrer las calles haciendo sonar con fuerza las carracas de madera, haciendo un ruido desagradable, para avisar a los vecinos de los oficios con la cantinela: a los oficios de la iglesia a la hora santa a las diez y media… para que no faltara nadie en el velatorio. Armaban tanto barullo, por el tono de voz con el que gritaban sin parar un instante y por la extraña blancura de la noche que los sumía, que a mí me daba aprensión ir con ellos.

domingo, 11 de diciembre de 2016

Hasta la ciento veinte.

CXI   Porque entre  la iglesia, mi casa y la escuela, me hicieron aprender el catecismo de carrerilla. ¿Eres cristiano? Sí, soy cristiano por la gracia de dios. ¿Cuál es la señal del cristiano? La santa Cruz. ¿Cuáles son los enemigos del alma? El mundo, el demonio y la carne? Era el llamado catecismo resumido del Padre Astete, debía tener ya muchos años y era la base de la doctrina católica y cristiana. Que yo recuerde: aunque no entendiera la mitad de las respuestas que había de dar a las preguntas, pasa por ser el único libro que me he aprendido  de memoria desde la primera letra hasta la última.
CXII Porque todavía era niño para que en la escuela estudiáramos la Historia Sagrada y sin embargo, en aquello años ya fui estudiando algunas lecciones y repasando el catecismo. En una labor de adoctrinamiento perverso, desde la escuela nos hacían rezar y adorar a dios y a la virgen todos los jueves por la tarde y santificar a los santos. Y desde la escuela se celebraba el día de San Blas que había que ir a la iglesia a bendecir los alimentos. Las madres iban con el bolso lleno de pan y magdalenas. Y también recuerdo el día de la Candelaria que era siempre un día soleado y frío y nos daban en la iglesia una vela encendida con la que nos calentábamos los dedos de las manos.
CXIII Porque si no llovía y a la sazón las autoridades luchaban contra la pertinaz sequía, porque los campos pasaban sed en el momento de germinar las semillas en las tierras de secano, nos sacaban a los niños de la escuela en procesión, con el cura y los monaguillos portando unos estandartes. Con una imagen pequeña llevada a hombros, pudiera ser San Isidro el labrador, salíamos al campo todos los niños de la escuela en fila, para hacer rogativas en las que el cura echaba una gotas de agua con el hisopo al aire y sobre la tierra y decía unas jaculatorias a las que había que contestar: amén. Una especie de danza de la lluvia como las que veíamos en las películas de indios.
CXIV  Porque nos contaban la historia de San Isidro, que estaba casado con Santa Maria de la Cabeza. Un buen día el hijo de ambos cayó a un pozo y al no poderlo rescatar, pidieron a dios que lo salvara y el agua del pozo empezó a subir de tal manera que su hijo, que no había desistido de mantenerse a flote, pudo llegar hasta los brazos de su padre. Eran tan buenos cristianos en el matrimonio, que un día que Isidro se había ido a rezar a la parroquia más cercana y había dejado los bueyes en el campo, alguien pudo ver a dos ángeles bajados del cielo haciendo la labranza más deprisa que el usual paso de los animales.
CXV   Porque había un día que me llamaba la atención especialmente y que luego en casa necesitaba de increíbles y lóbregas explicaciones. 
Nos sacaban de la escuela a las diez de la mañana para ir a misa porque no era un día de fiesta. Así celebrábamos el miércoles de ceniza que era el día en el que comenzaba la Cuaresma. Una vez acabada la misa, todos los que estábamos presentes en la iglesia porque habíamos ido, pasábamos por delante del altar, como si fuéramos a comulgar y el cura nos echaba un poco de ceniza en la cabeza haciendo una cruz con ella y nos decía: polvo eres y en polvo te convertirás.
CXVI   Porque era muy importante la educación católica y cristiana y llegar a saber, a entender y a creer todos los misterios que la conforman y con la que había que ganarse el cielo en vida. Y llegaba con el estudio del catecismo y la comprensión de los sacramentos ya desde muy niños y en esas tareas la escuela nacional católica no perdía el tiempo ni se cortaba un pelo en hacer su santa voluntad. Así que poco a poco iba entrando en ese proceloso mundo de la religión en el que todo estaba pensado, relacionado y entramado de una manera consistente para hacernos creer desde niños en la existencia de dios.

CXVII  Porque también hube de aprender el color de los vestidos que se ponía los curas para celebrar misa según el tiempo litúrgico que se estaba viviendo. En la cuaresma los curas hacían la misa con una casulla morada y el día de Gloria se vestían de blanco y en la Navidad también. El color rojo, unas pocas semanas, en los tiempos de verano. El color verde creo que eran unos domingos antes de la Semana santa y otras semanas después. En Adviento había que fijarse bien en el color de la casulla del cura porque era morado y era rosado. Lo aprendí a fuerza de dar muestras a mi abuela de que había estado en misa.
CXVIII Porque aunque era niño, la verdad es que ahora compruebo rascando en mi memoria, cómo me enteraba de todo y todo se me apegaba en el recuerdo, ya vivía para aquellas fechas la religión con intensa fervor y devoción para salvar mi alma. El domingo de ramos cuando decían entró Jesucristo a Jerusalén montado en un borrico: como brotes de olivo en torno a tu mesa, señor, así son los hijos de la iglesia y luego venía aquello de: el que teme al señor será feliz. Es difícil entender tanta alegría en medio del temor. Al acabar la misa, en fila, recogía la rama de olivo bendecida y la llevaba a casa de mi abuela para que la pusiera en el balcón. Así nos protegía dios de las tormentas. 
CXIX Porque recuerdo perfectamente, cómo se vivían aquellas primeras semanas santas en las calles de mi pueblo, en las que todo era silencio, y todavía siento que había de vivir la pasión y muerte de Jesucristo como si estuviera sucediendo en aquellos mismos días. Y fueron aquellas las que recuerdo porque ya no hubo otras de aquellas maneras, la última que viví fue la del año 1966. Todo era de un dolor leve pero insoportable y el último día de alegría interior, sin muestras de algarabía, porque el señor había resucitado. En esa semana no se podía cantar, ni gritar, ni comer chorizo con mi tío Juanito.
CXX Porque recuerdo en una calle oscura en la que solamente alumbraban las velas la procesión del encuentro. Era en la calle de la amargura. Los hombres, con la boina en una mano y una vela en la otra, a paso lento y desacompasado salían por un lado con una imagen de Jesús con la cruz a cuestas. Esa noche yo tenía que ir a la procesión acompañando a mi padre, de su mano. Por otro lado salían las mujeres vestidas de oscuro con el velo sobre sus cabezas y los cirios en la mano acompañando a la Dolorosa. Las dos procesiones se tropezaban en medio de la calle. Todo era silencio y algunas mujeres lloraban.

jueves, 1 de diciembre de 2016

Ciento diez razones

CI   Porque en aquellos primeros años en los que ejercía de buen cristiano, había de tener mucho cuidado con lo que hacía: si me confesaba el sábado por la tarde y comulgaba el domingo a eso de la diez de la mañana, había podido cometer algún pecado. Entonces ya la había liado: no podía comulgar porque estaba en pecado y no comulgar el domingo era pecado y si comulgaba en pecado entonces era un pecado de horrible sacrilegio, que era el peor pecado de todos los pecados. Más de algún día trate de ir a confesarme de nuevo, pero al final no iba porque me daba vergüenza de ser tan pecador.
CII   Porque también en aquellas tardes en las que me daba por pensar en mis cosas con la religión y con recibir el cuerpo de Cristo limpio de pecado, alguna vez me quedaba la duda de si no me había acordado de decirle algún pecado al confesor porque allí en el confesionario nunca me salían de corrido los pecados que me había pensado. Y me sentía en la obligación de volverme a confesar aunque en el último momento me convencía de que dios, como no lo había hecho a propósito, aunque no los hubiera dicho, me los perdonaba igual. Pero siempre me quedaba esa duda que me hacía vivir con esa preocupación.
CIII   Porque en una ocasión en la que no le había dicho al cura un pecado que había cometido: un día había comido algo poco antes de comulgar, cuando me di cuenta de que no se lo había dicho, pensé que no era pecado, porque había pasado el tiempo suficiente, pero me entraron las dudas y al día siguiente también había comulgado y había vuelto a pecar y a la semana siguiente que tampoco me atreví a decirle nada al cura. Recuerdo vivir en una angustia que no se sabe bien si no se ha vivido. Hay que tener una gran entereza para llegar y decir: no se lo digo al cura, me voy a olvidar y que sea lo que dios quiera.
CIV  Porque también estaban la novenas. Que eran nueve días seguidos de ir a la Iglesia por la tarde a rezar el rosario y algunos días a esperar la misa. Los niños íbamos a la novena del Niño Jesús que se hacía los días anteriores al día de Reyes en la que cantábamos villancicos y a la salida nos daban unos boletos para el sorteo de un Niño Jesús de escayola. Pero después estaban otras novenas que recuerdo, a alguna de ellas he acudido: la novena de santa Ana y la de san Antón y de la Inmaculada concepción. Y estaban los primeros viernes de mes y las procesiones del Sagrado corazón de Jesús. Todo muy católico para tener siempre presente a dios.
CV  Porque era tan retorcido el mundo ficticio en el que me metieron en aquellos años, que para mí, lo más importante de las navidades era que llegaban los reyes magos. Había que escribirles una carta para pedirles lo que querías que te trajeran. Y esperar días y días mientras pensabas que les tenías que haber pedido otras cosas mejor que las cosas que les habías pedido. Y mi madre medecía que no se podía cambiar. Y debía de preocuparme de que la noche de reyes pusieran las botas llenas de maíz para la que pudieran comer los caballos y camellos que traían a los reyes. Menos mal que mi abuela Flora estaba en todo.
CVI  Porque ya llegaba la mañana de reyes que era el día que más madrugaba del año, que me levantaba de la cama de un salto aunque hiciera frío, y tenía la sorpresa: los reyes magos nunca me traían lo que les había pedido. ¿Dónde estaba el fuerte con los indios? ¿Dónde estaba el balón de reglamento? Me tenía que conformar porque me decía mi madre que el balón nos llegaría con los puntos del chocolate. Descubrir que los reyes magos eran los padres porque un día en el que ya habían pasado el día de reyes, encontré la carta que yo les había escrito a los reyes en un cajón donde guardaba mi madre los papeles.
CVII  Porque la rueda de la vida seguía: una vez que yo sabía el engaño, tuve que callarlo no fuera que si decía que lo sabía entonces me fuera a quedar sin nada y por responsabilidad tuve que seguir engañando con los reyes magos a mis hermanos. Al año siguiente la noche de reyes había visto que todavía estaba el fuerte en la tienda y se los dije a mi madre para que fuera a comprarlo antes de que los reyes se lo llevaran a otro. Estaba en la pila de la cocina lavándome las piernas como se lavaban antes y poco se pudo aguantar que me soltó una manotada. Se acabaron lo reyes a partir de aquel año: calcetines.
CVIII  Porque recuerdo perfectamente todos mis devaneos con dios es cristo. Lo extraño y oscuro que resultaba toda aquella parafernalia que utilizaban para esconder sus misterios con evocaciones inexplicables y que me dejaban con la inquietud por dentro. Recuerdo al cura subir al púlpito los días importantes y hablar casi gritando y estar escuchando con mucha atención lo que decía. Recuerdo cómo hacía las misas de espaldas, en un altar que estaba lleno de candelabros dorados y de velas que encendía el sacristán poco antes de empezar la misa y que cuando acababa la ceremonia  salía corriendo a apagarlas con un apagavelas. Lo recuerdo todo oscuro.
CIX  Porque entonces se empeñaba mi tía Florentina en que hiciera de monaguillo y me llevaba con ella a la sacristía para que me fuera habituando a ese ambiente de estolas, tullas, casullas y sotanas. Yo atónito ante aquellos arcones altos en los que guardaban las ropas blancas. Solo una vez consiguió que ayudara en una misa, de tan buena suerte que se puso detrás mía y se me caían los mocos, y yo hacía esos ruidos inevitables que se hacen con la nariz cuando salen y no quieres que salgan, y ella, aunque liberó su malestar soltándome algún pellizco, pasó tan mal rato que ya no insistió en su idea.
CX  Porque en aquellos días me sorprendieron los libros que utilizaban en todas las liturgias que se celebraban en la iglesia y que llevado por mi curiosidad los pude ver en la sacristía cuando me quedaba solo esperando a mi tía Florentina a que acabara con sus cosas. Allí estaban escritos los conjuros y los ruegos que decía el cura en misa y que los leía de aquellos libros grandes que el monaguillo ponía encima del altar poco antes de empezar la celebración y que estaban escritos en latín con unas letras grandes de una caligrafía de letras con dibujos con las que llenaban ese libro gordo con pocas palabras. 

lunes, 21 de noviembre de 2016

Llegamos a las cien.

XCI Porque como tenía que ir a confesar a la fuerza, aunque posiblemente ya me planteara alguna contradicción, iba y no oponía resistencia. Como tenía que decir alguna cosa la decía y el confesor para hacer su trabajo tenía que ponerme la penitencia: un padre nuestro y tres avemarías. Luego de rodillas en el banco a cumplir la penitencia. Porque este sacramento es el sacramento de la penitencia ante dios que la debía cumplir muy centrado en que estaba ante la misericordia divina. Rezar a dios para pedirle perdón por mis pecados. Pero ¿es que alguien se puede creer de verdad todo esto…?

XCII Porque una vez acabada la catequesis ya estaba preparado para hacer la primera comunión y llegó el día en el que me hicieron comulgar por primera vez. Para tal fin me disfrazaron de marinerito, no entiendo por qué nos vestían a todos los niños así. Fue el día de la Ascensión de 1965, el 27 de Mayo. Ese día lo importante era que luciera el sol y que el altar mayor de la iglesia estuviera a rebosar de flores y que en general saliera todo bien porque era el día en la que empezaba a practicar la doctrina. El objetivo de la Iglesia era que una carracatalla de niños y niñas hicieran su primera aparición en la fiesta católica, en aquella orgía de la mentira y de la hipocresía.

XCIII Porque recuerdo el día de mi primera comunión como si hubiera sido hace un rato. Puedo detallar quiénes estaban en la puerta de la iglesia, nerviosas entre las madres más nerviosas todavía, organizando el cortejo de los niños comulgantes y el orden en el que entrábamos a la iglesia. Yo iba con Angelita y Jesusín que eran primos, y yo que iba de pico, porque no tenía ningún primo ni ningún hermano que comulgara conmigo ese día, me tuve que poner con ellos y entramos a la iglesia los últimos de la fila, que al final resultó que yo iba entre medio de los dos sin espacio y me hube de colocar detrás del último. 

XCIV Porque estábamos allí en los bancos sentadicos sin saber muy bien qué nos iba a pasar por dentro cuando tomáramos el cuerpo de Cristo y ya don Pablo cogió el copón donde llevaba las hostias y las empezó a repartir y cuando me tocó a mí me dio mi primera comunión. Me dejó la oblea en la boca y dije amen con cuidado para que no se me escapara y traté de tragarla procurando no morderla porque eso era pecado. Ahora veo la foto que me hicieron de recuerdo y todavía me emociono ante tanta inocencia. Me senté y esperé a sentir qué pasaba y no pasó nada, ni me había quitado el hambre.

XCV Porque una vez acabada la misa nos llevaron a desayunar a los comulgantes al salón parroquial que había en la iglesia subiendo unas escaleras desde la sacristía. Una mesa grande sin sillas a la que nos acercábamos todos con mucho cuidado para no mancharnos el traje en un revoltijo de madres y vástagos. Nadie se preocupó de que a mí no me gustara la leche sola y aún estando en ayunas me hube de comer el bollo seco que acompañaba al vaso sin decir nada a nadie para no molestar. Lo importante es que había recibido a Jesucristo nuestro señor y ya tenía uso de razón y ya era un cristiano que había de cumplir.

XCVI Porque bien comulgado y a medio desayunar salimos de la iglesia por la parte de la sacristía, y a trompa talega de la mano de mi madre y a pesar de que me hacían daño los zapatos blancos recién estrenados, hube de recorrer todo el pueblo de casa a casa de mis tías y allí darles besos y escuchar que me dijeran qué guapo estaba. Dentro de todo, esta ronda fue lo peor del día y me recuerdo: muy serio, muy estirado en mi papel de comulgante convencido y agobiado por el calor, En las casas también me dieron dinero que nunca lo vi y también me dieron algún regalo bonito que tampoco lo disfruté porque se podía romper y quedo guardado en el cajón del trinchante.

XCVII Porque la verdad es que nunca llegué a comprender todo esto del cuerpo de Cristo que se transustanciaba en una pequeña oblea de harina. Siempre me sorprendió el momento de la consagración del cuerpo y la sangre, esos momentos en los que el cura levantando las manos al cielo con el cáliz con un poco de vino dice sus embrujos y luego con la hostia cortada por la mitad y al que le falta un trozo que le ha echado al vino… y cómo la comía después y se bebía el vino y limpiaba el vaso con trapo blanco hasta dejarlo otra vez relucido. ¿Cómo lavaban después el trapo que llevaba restos de sangre de Cristo?

XCVIII Porque luego fue el día del Corpus Christi, que también me vistió mi madre con el mismo disfraz de la primera comunión y que también era un día muy importante de la tradición católica. También hubo desayuno de leche sin nada, pero esta vez era en las escuelas de las monjas, y aquel día aunque recuerdo que como la vez anterior no me comí más que el bollo, no recuerdo haber pasado hambre. Igual había desayunado en casa porque entre la procesión y la misa, quizás daba tiempo para comulgar, que habían de pasar dos horas o porque a lo mejor: ya me había mentalizado de la ocasión anterior.

XCIX Porque desde ese día en el que me llevaron al pie del altar mayor a comulgar ya entré en la dinámica de niño católico practicante cumplidor de sus obligaciones y en una rotación semanal de confesión, misa y comunión. Tenía la buena costumbre de pasar por casa de mi abuela, después de la misa, para que me viera y me preguntara qué era lo que había dicho el cura, que al parecer cada día decía algo de lo que yo no me enteraba, y que comprobara lo buen cristiano que le había salido el nieto mayor y el buen ejemplo que iba a ser para los pequeños y a lo mejor mi abuela: me daba alguna cosa.

C Porque lo que me creaba más problemas en mis hábitos y en mis necesidades infantiles era que no podía desayunar antes de comulgar, y había días de fiesta importante, por ejemplo el domingo de Pascua Florida, en los que había que aguantar sin comer nada hasta la hora de comulgar, que era más tarde porque venía con sermón. Siempre tenía la duda de si podía beber agua, que unos amigos decían que sí y otros que no, y no se lo podías preguntar a tu madre o a tu abuela porque te podían soltar una bofetada por no saberlo, y que de todas las formas te iba a contestar que no bebieras. En días así al final no me podía aguantar el hambre y acababa comiendo y bebiendo.

lunes, 17 de octubre de 2016

Las noventa

LXXXI   Porque, no es que me dé cuenta ahora, sino que ahora no estoy dispuesto a mentir por ellos, ni quiero encubrirlos con mi silencio, y por eso digo que este mandamiento, lo dictan, lo mantienen, lo defienden y lo obligan a cumplir, quienes son expertos en mantener la mentira, aquellos mismos cuya historia concreta y completa, se soporta en falsos testimonios: uno que dice que le dijeron que le habían dicho, que un día vieron a quien había visto lo que había visto, y que le dijo que les dijera lo que había dicho. Y si la mentira desapareciera de la faz de la tierra lo primero en desaparecer serían las religiones. Ellos.
LXXXII   Porque para que en nuestra inocencia y nuestra ignorancia tuviéramos más maneras de pecar que ni siquiera sabíamos que existían, nos proponían una nueva forma, y así, el noveno mandamiento decía: no codiciarás los bienes ajenos. Este mandamiento, a fuerza de llegar a entenderlo, intuía perfectamente que no lo podía cumplir porque siempre estaba pensando en que me comprara mi madre algunas cosas que tenían mis amigos. El mayor pecado era un balón de fútbol. Las religiones en su afán por eternizarse es el mandamiento contra el que más han pecado porque han pecado de manera cotidiana.
LXXXIII  Porque todavía me quedaba lo mejor por aprender en este proceso de componerme personalmente la conciencia con los mensajes del bien y del mal de la religión, y para que no me faltara ningún detalle en la percepción de la vida y de los riesgos de pecar que me acechaban, hubieron de prevenirme de lo que iba a ser pecado cuando fuera mayor, y para acabar las tablas de la ley, dicen que dios mandó escribir el décimo mandamiento: no desearás a la mujer del prójimo. Pero primero: ¿cómo se le puede enseñar este mandamiento a un niño…? y segundo: ¿por qué será pecado…?

LXXXIV   Porque estas son las leyes que manda seguir la religión, normas que nadie cumple y muchas veces se faltan de manera muy grave, aunque resulta luego que a los ojos de dios tienen perdón con la confesión, el arrepentimiento y la penitencia. Todos estos aspectos que regulan las actitudes humanas son  muy personales y muy subjetivos y como además solo son perdonados con el visto bueno de un sacerdote, permite que los más pecadores contra los mandamientos de más gravedad y trascendencia puedan solucionar su problema teniendo contentos a los sacerdotes que son los que le van a ofrecer el perdón.
LXXXV   Porque una vez que puesto de rodillas antes de confesarme y haber hecho la lista mental de los pecados que había cometido en los últimos días repasando los diez mandamientos, aunque casi todos fueran tonterías, había que tener dolor de los pecados. Puedo asegurar que con los pecados que yo tenía, no podía tener dolor ni dándome pellizcos debajo de los sobacos que es donde más duele, y entonces me centraba en sentir si me dolían las rodillas de estar arrodillado tanto tiempo, buscando en mis pecados sin poder encontrarlos. Porque con el dolor llegaba el necesario arrepentimiento.
LXXXVI   Porque otra cosa extraña que sucede con tus pecados, con tus faltas, con las que si las habías cometido podías haber perjudicado a otros, no es necesario decir la verdad y confesarse y arrepentirse ante el ofendido por tus faltas, sino que el arrepentimiento es ante dios que es el que se siente ofendido por todos nosotros y por todos los pecados del mundo. Y era dios quien perdonaba con la mediación del sacerdote sin necesidad de ningún requisito para con el ofendido. Y es que en casi todos los pecados el ofendido era dios, porque dios estaba en todas las partes y le afectaba todo.
LXXXVII   Porque después de tanto dolor mental como había sentido hasta llegar a la congoja que atrae al arrepentimiento, tenía que hacer propósito de enmienda para que el perdón surtiera sus efectos en toda su extensión, y para que no me volvieran a doler los pecados. Yo no sé qué me hubiera pasado, si yo hubiera sido un pecador con un firme propósito de enmienda y no hubiera vuelto a pecar nunca más, porque entonces ya no me hubiera tenido que confesar, y entonces, mira qué plan, que por mi cara bonita yo con un sacramento menos que cumplir. Pero ya sabemos que la carne es débil y yo era débil.
LXXXVIII  Porque una vez cumplidos todos los preámbulos y requerimientos del sacramento, cuando me tocaba, me acercaba al confesionario y me ponía de rodillas en la parte frontal, en los laterales, protegidas, tras unas ventanas pequeñas con unas celosías, se habían de poner la chicas y las mujeres, y allí, después del ave maría purísima y de decir los días que hacía que no me había confesado tenía que decir los pecados al confesor. Que yo no sabía por dónde empezar. No sé si no sabía qué decir o si pensaba que se me iba a notar mucho que estaba medio inventando mis pecados.
LXXXIX   Porque para la religión, decir los pecados al confesor, aunque sean pequeños, es muy importante que se haga ya desde niño para irse acostumbrando a acusarse en esa intimidad y con esa cercanía, que si de niños los pecados han de ser siempre veniales quién sabe cómo serán los pecados cuando sean mayores y mejor que los conozca el clero de primera mano. Aunque ahora no existe ni la obligación ni la costumbre de ir al confesionario a confesarse sigue quedando entre los católicos la posibilidad de acercarse al cura a comentarle sus cuitas y pedirle consejo.
XC   Porque el confesionario se me presentaba como un lugar temible, y es que aquella caseta de madera, para un niño que se debía poner de rodillas ante la puerta de la caseta y que esperaba a que el cura me cubriera con las cortinas las espaldas y se acercara a mí con el aliento y me dijera: dime hijo, representaba el lugar más terrible y lóbrego que nadie pudiera imaginar. Y allí en la penumbra de la tarde todo era oscuro y tétrico en la iglesia. Y sobre todo aquel miércoles por la tarde que era el día de antes al que iba a comulgar por primera vez. Ave María purísima, sin pecado concebida. Que todavía lo recuerdo.

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Bien, ochenta.

LXXI   Porque en el segundo mandamiento tampoco se olvida del: yo, mi, me, conmigo, y dice: no usarás el nombre de dios en vano. Dios exige el respeto para sí mismo sin tener nadie conciencia de si en realidad existe puesto que nunca nadie lo había visto hasta aquel momento en el que entregó las tablas. Y solamente lo vio Moisés. Pero es fácil pensar que vuelve a ser otra estratagema para que nadie pueda usar el nombre de dios: ni para bien ni para mal, sino que solamente tiene derecho a usarlo el representante de dios en la tierra: nombrado a sí mismo por sí mismo, envuelto en mil embustes y prodigios.
LXXII   Porque el tercero dice: santificarás las fiestas. Pero cuidado: las fiestas a las que se refiere son las que se hacen en atención, alabanza y adoración a dios. Fiestas que siempre han existido en las comunidades humanas alrededor de los equinoccios y solsticios, y que posteriormente se han trasformado en las fiestas que soportan la tradición católica y que ya no existen. Fiestas paganas dicen que eran. Aquellas que no han sido religiosas o no han podido sostener un contenido religioso han sido perseguidas a lo largo de la historia. Y además planificaron las fiestas para que todo en el mundo se paralizara: para alabar a dios.
LXXIII   Porque el cuarto mandamiento con apariencia de ser tan razonable como inocuo dice: honrarás a tu padre y a tu madre. Se olvida de la otra parte que también es importante: honrarás a tus hijos y a tus hijas. Se habla de la familia y de los ascendientes y descendientes, pero el hecho de que no se mande más que honrar a los ascendientes, es una manera de asegurar que las tradiciones puedan tener continuidad y pasar de padres a hijos, pues en caso contrario, si fueran los deseos de los descendientes los que hubiera que honrar: las cosas cambiarían casi continuamente y dios correría peligro.
LXXIV   Porque seguramente con buen sentido, el cuarto mandamiento dice a los hijos: honrarás, que según el diccionario significa: respetar, enaltecer el mérito, siempre de los padres y de cómo fueron y qué pensaron. Honra merecida que luego en el acerbo popular se devuelve a quien honra: quien a su familia parece honra merece. El mandamiento no dice querrás o amarás que es lo que tienen que hacer los hijos hacia sus padres aunque no se lo merezcan, que bien pocas veces lo merecen, pero esos sentimientos quedan exclusivamente para dios, que dios los merece aunque el padre no merezca ser honrado.
LXXV   Porque el quinto mandamiento dice: no matarás. Desde estas páginas estoy totalmente de acuerdo, porque nadie tiene derecho ni legitimidad para matar a nadie, por mucho que podamos pensar que mejor merezca estar muerto. Lástima; es paradójico que este mandamiento, con el que a lo largo de la historia de las sociedades las religiones monoteístas han impregnado las leyes penales de tal manera, que nunca se ha podido cumplir, siempre han encontrado una excepción para matar a los semejantes. Si el semejante ha ofendido a dios pecando, está permitido darle muerte. Ajusticiarle en el nombre de dios, dicen.
LXXVI   Porque si en la religión que nace de las Sagradas Escrituras hubieran cumplido con este mandamiento los fieles a dios, no hubiera habido ninguna de las guerras, crímenes y violencias de las que fue casi siempre promotor el pueblo de dios, según relatan las mismas Escrituras con detalles crueles. Sin ir más lejos y en los mismos tiempos en que los diez mandamientos se dieron a conocer al mundo por influencia divina, fueron llevados los soldados del ejército egipcio por ese dios a la muerte: ahogados tragados por las aguas del mar Rojo. También a los filisteos los hicieron enemigos a muerte en cada página.
LXXVII  Porque me hicieron entrar a pensar, cuestionar y a preocuparme por unos temas de los que yo no sabía nada y ni siquiera podía sospechar de qué se trataba. En el sexto mandamiento nos decían: no cometerás actos impuros. Estoy seguro que en aquellos años no solo no sabía qué era eso de los actos impuros, sino que además, si me lo hubieran dicho tampoco lo hubiera entendido. Luego ya sospeché qué era aquello natural a lo que se refería como acto impuro, pero la verdad no supe nunca dónde estaba la raya del pecado. Y posiblemente ahora tampoco la sabría colocar.
LXXVIII   Porque cómo podía yo de niño pensar en quitar, en robar nada a nadie, si hasta para coger una porción de chocolate en casa pedía permiso, y si estaba fuera de casa, no pensaba que estuviera mal, si cogía alguna cosa para comer, si estaban para cogerlas los niños y me decían: coge. Y así el séptimo decía: no hurtarás. Con mis amigos pensaba que quería decir que no podíamos ir al campo a coger cerezas. Aquello tampoco podía ser, porque cuando nos veía el dueño salíamos corriendo y cuando el hombre nos gritaba ¡no corráis coger lo que queráis! cuanto más gritaba más corríamos.
LXXIX   Porque no es por sacarle punta a todo; pero el mandamiento dice: no hurtarás, que en definitiva es apropiarse de cosas pequeñas de otros sin violencia ni intimidación y que la mayoría de las veces se hacer por necesidad. El mandamiento es una manera de predicar: no compartir entre los semejantes ni las cosas más pequeñas, y de defender lo que es mío y solo mío y nadie lo puede tocar porque no me quita a mí sino que se lo quita a dios. Sin embargo no dice no robarás que es mucho más grave: que significa apropiarse de cosas grandes de la forma en que sea y casi siempre sin ninguna necesidad.


LXXX   Porque en casi todas las ocasiones de la vida pocas veces se sabe qué es la verdad de cualquier cosa, seguramente porque todas las verdades tienen un lado oculto que además es muy difícil de apreciar, y sin embargo en el octavo decían: no dirás falso testimonio ni mentirás. En un mundo en el que la verdad y la mentira depende del color del cristal con que la miras, es imposible poder confesar a ciencia cierta en qué has pecado, cuando además, la gran mayoría de las mentiras no dejan por una causa u otra de ser mentiras piadosas o no confesar en propia contra que es muy legítimo. 

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Quia, setenta.

LXI Porque en la catequesis hube de aprender el credo: Creo en dios padre todopoderoso creador del cielo y de la tierra, creo en Jesucristo, su único hijo, nuestro señor, que fue concebido por obra y gracia del espíritu santo y nació de santa María la virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue: crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos y resucitó al tercer día de entre los muertos, y subió al cielo, y está sentado a la derecha de dios padre todopoderoso y desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos… Me aprendí de memoria éste que era corto y después otro más largo.
LXII Porque me hicieron confesar siendo inocente. ¿Y de qué me iba a confesar yo en aquellos años…? ¿Qué podía haber hecho de lo que ya me tuviera que confesar y sentir culpable…? cuando además decían que yo era un niño muy modoso y formal que no daba ningún mal a nadie en ningún sitio. No logro entenderlo y además en este mismo momento me desquicia y me desquicia más todavía que alguien pueda pensar que estoy exagerando. Y puedo llegar a perder las formas ante quien quisiera restar un ápice de gravedad a esta actuación de maltrato infantil que no sé si todavía se hace con los comulgantes.


 LXIII Porque la verdad es que repaso aquello, pensando y recordando y que nunca supe qué decirle al cura de qué me confesaba, Creo adivinar ahora que como en la confesión tenía que decirle algo que tuviera alguna trascendencia, aunque fuera pequeña, me inventaba los pecados que había cometido: si había desobedecido a mi abuela, que si he hecho enfadar a mi madre o si no había querido jugar con mi tío Juanito porque me hacía rabiar. En fin pecata minuta. Bueno, esas cosas de niño que al parecer eran pecado para los mayores. Si además repasaba el resto de los mandamientos y ni sabía qué querían decir.
LXIV Porque ahora ya nadie quiere recordar cómo nos hicieron confesar arrastrando nuestra inocencia por el suelo de la Iglesia para tratar de domarnos y sin importarles para nada nuestra dignidad y el quebrantamiento que suponía de nuestra niñez. Aquellos eran otros tiempos, dicen ahora, como si hubiera sido en el año de la maricastaña, y fue como aquel que dice hasta ayer mismo cuando se preocupaba el cura por nuestros pecados, aunque entonces seguro que no le interesara: qué habíamos comido al mediodía o si llevábamos los zapatos con un agujero en la suela o si había algún dinero en nuestra casa.
LXV Porque para poder confesarme me hicieron aprender el: Yo pecador me confieso a dios todo poderoso porque he pecado de pensamiento, palabra, obra u omisión, por mil culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa, por tanto ruego a santa María la virgen y a los ángeles y a todos los santos, para que intercedan por mí ante dios nuestro señor, amén. Tela, tela, tela, ¿cómo se puede hacer esto con un crío…? Esta es una tortura sicológica que sin duda, en ocasiones habrá tenido consecuencias desastrosas para la formación del carácter de las personas alimentando ese complejo de culpa.
LXVI Porque después que hice la primera comunión, para confesarme cada semana, tenía que ir a la iglesia el sábado por la tarde. Si había fiesta en medio de la semana, según los días que hubieran pasado, también tenía que ir la víspera de esa fiesta, porque si no eran muchos días sin confesar y yo era un pobre pecador. En la iglesia me ponía al lado del confesionario de rodillas en un banco y me decían que tenía que pensar en los pecados que había cometido en los últimos días desde la última vez que me había confesado. A eso le llamaban acto de contrición que además no se podía traer hecho de casa.
LXVII   Porque para poder hacer el acto de contrición me tuve que aprender los mandamientos que era muy importante sabérselos bien porque nos los dio el señor para que los cumpliéramos los hombres. Los diez mandamientos venían en el catecismo con un orden exacto jerárquico que había de saberlo de carrerilla. También decía que estos diez mandamientos se encierran en dos: amarás a dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. El mandamiento nuevo no entraba entre aquellos: que os améis los unos a los otros como yo os he amados. Lo cantábamos en una canción que ensayamos a coro.
LXVIII  Porque teniendo poco más de siete años, niño todavía, hube de aprenderme de memoria aquellos mandamientos que no entendía. Mandamiento quiere decir que lo que se manda es para que se obedezca sin discutir. Eran los mandamientos que el señor le entregó a Moisés en el monte Sinaí, en las dos tablas de la Ley. Porque dicen las Escrituras que Moisés es uno de los pocos hombres en la historia que ha hablado con dios. Cuando dirigía a su pueblo, subía al monte, hablaba con dios y le decía dios lo que tenía que decir, y bajaba Moisés y le decía a su pueblo que era lo que le había dicho dios para que les dijera.
LXIX   Porque aquellos mandamientos eran tan antiguos y estaban llenos de palabras de las que se usaban entonces que eran muy difíciles de comprender por mí. Palabras que si preguntabas qué querían decir, igual, así como así, te ganabas una buena bofetada. Por lo tanto no quedaba otra manera de aprenderlos que repetirlos y repetirlos una y otra vez: en la catequesis, en casa y en la cama hasta quedar dormido. Y como siendo tan niño no los pude reflexionar porque no los entendía, aprovecho para hacer esa reflexión en estos momentos desde esa nueva perspectiva, en la que sí sé lo que dicen y lo que quieren decir.


LXX Porque como una muestra de las intenciones que tienen los diez mandamientos, el primero dice y manda: amaras a dios sobre todas las cosas. Yo, mi, me, conmigo y para mí. Es importante observar la trascendencia de este primer mandamiento: es difícil y poco creíble ordenar que le amen a uno así porque sí, y entonces para salvar esta dificultad, quien lo redactó en lugar de decir directamente que le amaran a él que no pasaba de ser un hombre con aires de profeta, prefirió la estratagema de decir que se amara a dios en tercera persona, y luego ya diría que dios le decía a él lo que fuera.

lunes, 19 de septiembre de 2016

Más de cincuenta y nueve

LI   Porque no me cabe ninguna duda de que en mi entorno familiar, estas conductas con las que quisieron educarme con arreglo a los cánones cristianos, las hacían de muy buena fe y por mi bien. Aunque a mí ahora no me parezca lo más propicio, estoy seguro de que todas aquellas personas eran temerosas de dios y no se hubieran perdonado en el caso de que no hubieran cumplido con su deber cristiano de manera adecuada. A aquellas personas, aquellos tiempos y aquellos poderes, les hicieron pensar como pensaban, en definitiva eso era lo que ellas pensaban y si obraron mal yo no se lo puedo reprochar.
LII   Porque todavía era un niño y ya habían compuesto los pilares de la vida ante mis ojos: dios todopoderoso, la iglesia con sus curas y sus monjas, rezar para pedir y dar gracias, y al otro lado: el mal y el infierno. Conocía a todos sus protagonistas: Jesús que era el hijo de dios, la virgen que era la madre de dios y madre nuestra, el espíritu santo que nunca supe realmente quien era y los ángeles que nos defendían con armas y bagajes de todo mal y el demonio siempre atento y acechando. Y la muerte: la muerte de dios que en semana santa se nos mostraba más intensa y cercana, y nuestra propia muerte.
LIII   Porque aunque pueda parecer increíble todo esto lo viví y lo recuerdo siendo niño, muy niño, todavía no había cumplido los seis años y estaba ya tan mentalizado en la práctica de la religión que con mis amigos de la calle en que vivía que eran un poco mayores que yo, me había apuntado a la catequesis, para descubrir la primera comunión. Luego no pude hacerla ese año, porque era muy niño que todavía iba a las monjas, y no tenía la edad del uso de razón, que era un requisito para comulgar y mi madre decidió aplazarla al año siguiente, cuando fuera a la escuela de los mayores con los maestros.
LIV Porque he observado que siendo la religión una opción de adultos sin embargo la iglesia se apodera de la infancia y ya desde el principio hace asimilar a los niños ideas que jamás serían capaces de hacer entender y convencer cuando fueran mayores. De niños cincelan en la mente los cuentos sagrados, las ideas absurdas, es cuando los instruyen con los misterios y el culto que propagan y que poco a  poco acaban pareciendo evidentes en las mentes de los niños y las temerán y mantendrán en su conciencia el resto de su vida, de tal manera que para estas materias ya no consultarán jamás a la razón.  
LV Porque aunque seguramente muchas cosas las he sabido luego, sin embargo, recuerdo bien lo que viví aquellos años en los que iba por mi cuenta a la iglesia que ya era como mi casa. Recuerdo que al poco tiempo y queriendo la iglesia modernizarse en sus formas y en sus maneras de dirigirse a los fieles, dieron la vuelta a los altares y entonces los curas ya celebraban la misa de cara a los feligreses, que hasta entonces no les daba la cara a los asistentes más que en el momento de la celebración. Estoy seguro que también pusieron más luz o corrieron las cortinas de las ventanas porque la iglesia estaba distinta.
LVI Porque ahora, tiempos diferentes, con poderes más repartidos y con un abanico de ideas y pensamientos abiertos al mundo, en determinadas familias se sigue este mismo orden educativo, guiados por la Iglesia Católica que de esta manera amoldan la sociedad a la sumisión y la obediencia. No entiendo esta obsesión que tienen las autoridades religiosas por hacer sufrir al género humano de manera gratuita haciendo que estén pensando en dios y en la cruz y con su proselitismo perpetuo y pretender eternamente que los demás tengamos que pensar como ellos. Como si no tuviéramos otra cosa que pensar.
LVII Porque de aquellos años recuerdo perfectamente el día que murió el papa Juan XXIII. Estaba en el convento de las monjas sentado ante una mesa con revistas o fotografías. No sé porqué, pudiera ser que pasase allí muchas horas. Era poco antes del mediodía cuando entró una de las monjas llorando porque se había muerto el papa. Aquello me dejó por primera vez impotente ante un problema. Qué podía hacer yo para que no llorara aquella mujer salvo ponerme a llorar con ella para acompañarla. Luego me enseñó alguna foto de alguna revista de las que había en la mesa: un señor mayor gordito con gorro.
LVIII Porque ya me iba haciendo mayor y poco antes de comulgar, ya me tenía que hacer responsable de mi conducta religiosa por mí mismo. Los domingos iba a oír misa sin ser acompañado por ninguna persona mayor. Eso sí, cuando poco después de que se acabara la misa mayor llegaba a casa de mi abuela y me preguntaban qué había dicho el cura en el sermón desde el púlpito, ya estaba perdido ¿cómo iba a entender lo que decía el cura con esos hablares tan rimbombantes que tenía y que además siempre parecía estar enfadado? Hay que estar atento a lo que dice el cura me decía mi abuela.
LIX Porque ya tenía seis años y ya iba a la escuela con Don Luís Pérez al segundo grado. Mi tío Rafael había dicho que todo lo que tenía que aprender en el primer grado: ya me lo sabía, y como era autoridad de Falange pues pasé al grado siguiente. Allí con chicos que eran al menos dos años mayores que yo aprendí a multiplicar y dividir. Las primeras lecciones de la religión católica sin embargo las aprendí en las catequesis para la primera comunión y como fui dos años seguidos aprendí muy bien al menos todo lo que concernía a la confesión que era lo más importante para no comulgar en pecado que era un sacrilegio.

LX  Porque, para poder hacer mi primera comunión. tuve que acudir a la catequesis que se daba algunas tardes durante la primavera desde antes de que empezaran las vacaciones de semana santa en la escuela, y hasta que llegaba el día de la Ascensión. En esta catequesis en la que nos enseñaban algunas mujeres catequistas las cosas de la religión, hube de aguantar el mal genio de mi tía Rosalía y sus amenazas veladas de que no podría comulgar si no estaba preparado para recibir a dios nuestro señor. Como era mi pariente, se tomaba como una cuestión familiar que yo me supiera la doctrina mejor que nadie. 

lunes, 5 de septiembre de 2016

Van cincuenta.

XLI   Porque aprovechando la credulidad que se tiene cuando uno es niño y está empezando a ver el mundo que le rodea, un mundo donde todo aparece extraordinario, nos decían los mayores que en el cielo estaban los ángeles y que todos los ángeles eran espíritus perfectos creados por dios para que fueran sus acompañantes en el cielo y gozar con él de su presencia y participar de su felicidad. Con esa excusa me hablaron de que el cielo estaba muy poblado por los ángeles y los querubines y los serafines, que estos ya no sé quienes eran pero que recuerdo que aparecían en la peana de Santa Ana.

XLII   Porque por otro lado me hablaban del demonio. Me contaban que al principio de los tiempos cuando todavía no había empezado el mundo, el diablo era un ángel bueno pero que con otros ángeles se habían convertido en ángeles malos. Estos ángeles malos se habían enfrentado a dios porque querían más poder celestial que ningún otro ángel, se dejaron llevar por su orgullo y su ambición y su deseo y se rebelaron contra dios queriendo quitarle su cetro en el cielo. Como consecuencia de su rebelión fueron expulsados del nivarna después de la batalla, en la que al parecer usaron espadas, lanzas y tridentes.

XLIII   Porque de una manera u otra, siendo todavía muy niño, fui conociendo lo malos que eran los ángeles malos a los que llamaban demonios o diablos. No sé porqué, pero ya me dijeron dónde vivían: en el infierno, que yo entonces me hacía una idea que estaba en el centro de la tierra. Se llamaban: Lucifer, Satanás, Belcebú, y dios les había mandado que recogieran de la tierra a todos los hombres que eran malos para que no fueran al cielo. En realidad nunca supe cuántos eran los demonios jefes: si era uno o era un triunvirato, lo que si tenía claro es que eran legión y que también estaban al acecho en todas las partes.

XLIV   Porque tanto hablar de los demonios, nos decían que tenían cuernos y rabo y eran colorados y feos, que yo pensaba que cualquier noche se iban a aparecer al lado de mi cama para decirme tentaciones y llevarme con ellos al infierno. Porque a Satanás y sus ángeles amigos, que ya no eran ángeles sino que eran demonios, dios les había encargado entonces, que se dedicaran a tentar a los hombres y a comprar su voluntad otorgándoles la eterna juventud y convencerles para que dejaran de amar a dios. Así dios siempre nos tenía a prueba a los hombres y mujeres, a los niños y niñas con la tentación del demonio.


XLV   Porque sobretodo solamente podía vivir tranquilo si me hablaban de mi ángel de la guarda, si me creía de que en la tierra siempre lo tenía detrás de mí aunque no lo viera. Un ángel bueno que estaba para salvarme de todos los peligros que me acechaban. Yo no me lo podía creer, pero me lo creía, porque me convenía, sabiendo como sabía, cuántos peligros corría y sobretodo si me defendía del demonio cuando estaba durmiendo. Y me contaban historias de niños a los que cuando estaban a punto de morir porque se iban a caer a un agujero iba el ángel de la guarda y lo cogía antes de caer y entonces no se morían.

XLVI   Porque me acuerdo perfectamente de don Pablo, que era el párroco del pueblo y andaba envuelto en una sotana negra que le escondía los zapatos. Un hombre mayor con una coronilla en la cabeza que daba miedo y que cuando me veía me pasaba sus manos sobre mi cabeza. Y recuerdo a don Joaquín que casi nunca se le veía por la calle. A don Juan José que era muy joven y venía a casa de mi abuela. Y a don Jesús, el cura más importante que he conocido. Era mi tío, había que mirarlo con más respeto y darle un beso. Todos hombres muy serios y lejanos, que cualquiera pudiera pesar que eras el mismo diablo.

XLVII   Porque también recuerdo que un día estábamos jugando unos cuantos críos en la puerta de la iglesia del pueblo, a un juego al que llamábamos el truco. Nos colocábamos cada uno en uno de los pilares, puertas de los que conformaban el porche, siempre uno menos de los que estábamos jugando, todos pasábamos de un truco al otro y el que no tenía, hacía por llegar antes que el que se cambiaba. Teníamos que estar muy atentos y rápidos, pero no hacíamos mal a nadie, ni profanábamos un lugar sagrado, ni molestábamos a dios. Pasó Don Pablo y se enfadó mucho con nosotros, se puso como un basilisco.


XLIX   Porque como nosotros éramos unos críos que estábamos jugando y estábamos a lo nuestro y pudiera ser que no le dijéramos nada al párroco. El hombre con actitud severa, se puso en medio del porche y nos conminó a que nos acercáramos, nos llamó la atención y nos hizo que le besáramos la mano y a los dos últimos les soltó dos bofetadas a traición, que a esas las soltaba como nadie. Los niños quedamos atónitos y además de sentirnos indefensos ante la ira del cura, también quedamos con un sentimiento de culpabilidad, que a la postre, era de lo que se trataba: saber cómo había que sufrirse la Iglesia.

L  Porque en la iglesia, en las monjas y en nuestra casa, nos conminaban a dar besos a todo, y no solo a las abuelas y a las tías que era lo normal porque ellas venían a por ti en cuanto te veían, sino también al cura en la mano. Y besos a las estampas de las vírgenes y de los santos que nos enseñaban y que las guardaban en la cómoda como si fueran reliquias, a las figuras de las vírgenes y de los santos que también la tenían por todos los sitios, al niñito Jesús que lo sacaban de su canastilla como si fuera un bebé de verdad, y a los escapularios que llevaban las mujeres en el pecho.

jueves, 1 de septiembre de 2016

Ya son cuarenta

XXXI Porque aunque decían que la Virgen María era la madre de todos nosotros y a ella había que invocar con nuestras oraciones si queríamos llegar a dios por el camino más corto, no obstante también me enseñaron el Gloría para que les rezara a todos los dioses a la vez, aunque en verdad solo era uno, más que nada para por si acaso, que nunca se sabe, y rezar no hace mal a nadie, que se sepa. Gloria al padre. Gloria al hijo. Gloria al espíritu santo… Como era en un principio, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén. Todo es para siempre y quienes lo rezaban con más devoción ni lo entendían.


 XXXII Porque además: cualquier ocasión era oportuna para en casa rezar el rosario en familia, que bien poco me costó entender aquello de las cuentas, aunque cuando yo contaba, a veces se me olvidaba pasar alguna o avisar del gloria y entonces me quitaba mi abuela el rosario de cuentas de la mano. Y se rezaba para que cuando pasara lo que pasara, no pasara, o pasara lo mejor que pudiera pasar. Si se rezaba un rosario al menos así pasaba la tarde en ese rato en el que habiendo anochecido todavía era pronto para cenar. Y era una forma de coger el sueño si agobiado en la cama no era bastante con rezar un poco.

XXXIII  Porque si ibas a la iglesia a rezar el rosario antes de que empezara la misa, a lo mejor era un cabodeaño, también había que rezar las letanías a la virgen. Desde el primer Señor ten piedad, hasta el último: para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Cristo podría repetirlas todas: Madre inmaculada, madre amable, madre admirable, madre del buen consejo, madre del creador, madre del salvador, madre de misericordia, madre prudentísima, madre digna de veneración, madre digna de alabanza. A cada letanía se contestaba: ruega por nosotros solo las mujeres mayores decían ora pro nobis.


XXXIV  Porque me decían que tenía que rezar para tener a dios presente y que dios estuviera atento a mis cuitas. Todas estas oraciones las recuerdo todavía. Las habré repetido millones de veces de forma autómata y quedaron grabadas en mi memoria. Lo cierto es que ahora las entiendo, pero recuerdo que de niño me parecían algo así como un trabalenguas parecido a otro que me enseñaba mi abuelo José que era menos de misas: pan y pan y pan, pan y pan y medio, cuatro medios panes, tres panes y medio cuántos panes son. Y yo contestaba: ¡nueve! porque lo sabía y así me daba un caramelo de la tos.



XXXV   Porque no hay respuesta que justifique que se eduque desde la infancia en la necesidad, sino en la obligación, de tener a dios presente cada día y se pueda hacer a los niños que recen hasta el aburrimiento para pedirle a dios. Según la propia doctrina que predican, dios sabe bien cuales son las necesidades del niño, y tendría que faltarle el tiempo para satisfacerlas y por lo tanto no habría molestia de rezar. Pero sin embargo, se mantiene la obligación de rezar y si no es para pedir, que no siempre hay que ser tan pedigüeños, hay que rezar para darle las gracias a dios por cualquier cosa que fluya con normalidad.



XXXVI   Porque no solo eran las oraciones que había que rezarlas con los ojos cerrados, y muy a lo que estabas, sino que también había que tener un comportamiento acorde con el momento de rezar y estar con dios. Allí en la iglesia para estar como dios quería que estuvieran sus hijos, me enseñaron a poner las manos juntas por las palmas en el pecho y a estar serio y aburrido: circunspecto. Además hube de aprender a arrodillarme cuando me debía arrodillar. Estando en la iglesia había que saber cuándo se podía estar sentado, cuando había que ponerse de pie o ponerse de rodillas aunque nos hiciera daño.

XXXVII  Porque me enseñaron a persignarme, ahora no sé con certeza de qué se trataba, pero quiero recordar que pudiera ser el gesto de hacer una cruz en la cara a la par que se hacía una genuflexión al pasar por delante del altar mayor de la iglesia y saludar a Cristo y al sagrario con respeto. Pero persignarse también era un gesto que hacían las mujeres cuando salían por la mañana de sus casas y que ahora me hace gracia que lo hacen algunos futbolistas cuando entran en el campo de fútbol o cuando meten un gol. Son de esos gestos que se hacen casi automáticamente y que a la par de que no sirven de nada dicen mucho.

XXXVIII   Porque cada vez que entrábamos a la iglesia había que ir a buscar el agua bendita. Con el agua bendita en los dedos índice y corazón hacer una cruz: la primera en la frente, en los hombros y en el pecho. El agua bendita que mojaba los dedos había que ofrecérsela a quien nos venía acompañando, aunque si eran mis tías ellas eran las que me daban el agua directamente a mis dedos con un manotazo. Menos mal que el monaguillo de escayola que había al lado de la pila de agua bendita te miraba con una sonrisa. Era la única sonrisa que se podía ver en la iglesia. Lo demás era serio, muy serio.

IXL  Porque en la iglesia de mi pueblo, en medio de la nave, había bancos para sentarse, los hombres a un lado y las mujeres al otro, aunque los hombres casi todos estaban de pie y les gustaba estar al fondo porque entraban tarde y así no los veían sus mujeres llegar. Había en los laterales una especie de sillas que se llamaban reclinatorios y que cada señora tenía el suyo para rezar. A mí me gustaba pasarme de un reclinatorio a otro a leer las iniciales de la dueña que estaban escritas con unas chinchetas doradas clavadas. Ahora sé que a la iglesia muchas personas asistían obligadas, para tener papeles de afección al régimen.

XL  Porque en los laterales del altar de la iglesia de mi pueblo, allí arriba, encima de unas peanas sujetas a la pared, muy altas y adornadas, estaban representados los arcángeles: Gabriel, Rafael y Miguel. Eran los jefes de los ángeles que tenía dios en el cielo. Eran como las personas pero con unas alas grandes en la espalda que a lo mejor serían para poder volar a la tierra desde el cielo. Miguel estaba representado con un tridente tirando a un demonio a un abismo desde el cielo. Observar estas imágenes era una manera de entretenerse y pasar el rato para sufrir paciente los latinajos en los que se decía la liturgia.