miércoles, 24 de agosto de 2016

Hasta la treinta.

XXI     Porque además, algunas personas mayores me explicaban con detalle qué pasaba cuando te morías. No sé si a lo mejor era que yo preguntaba si era un niño impertinente y curioso que quería saber todo. Y para explicarme cómo sucedían las cosas, me hablaban del alma que todos tenemos, aunque no sintamos que la tenemos porque está como desparramada por el cuerpo. Luego me decían que el alma se separaba del cuerpo y así sin que nadie la viera ni la sintiera, subía al cielo. Pero si eras tan niño o tus padres no te habían bautizado, entonces el alma iba al limbo de los justos. Yo menos mal que estaba bautizado.

XXII    Porque seguramente, que siendo solamente un niño, eran tantas las cosas extrañas que me rodeaban y que me llamaban la atención que yo seguía preguntando sobre lo que veía y quería entender y no entendía y salir de esas incertidumbres que no dejan de parar en la cabeza. Y entonces preguntaba cómo era el cielo, que aunque parezca mentira, era un lugar común en las primeras frases dirigidas a los niños, y me decían que era un sitio muy bonito al que iban los niños buenos en el que se estaba muy bien pero no me explicaban nada más salvo que al lado estaba el infierno y allí, allí sí que se estaba mal.
                        
XXIII     Porque recuerdo pasar el viático por el centro de las calles de mi pueblo. Un cura con sus galas y perifollos, escoltado por tres monaguillos, una cruz en alto y dos velas en los candelabros de diario, llegaba a las casas de los moribundos haciendo sonar despacio las campanillas a su paso y llevando la extremaunción a quien se estaba muriendo. Que había que subirse a la acera y hacer una genuflexión y santiguarse cuando los veíamos llegar por la calle y estar con respeto mientras pasaban. En la casa al enfermo le untaban la frente y los labios con un óleo. Y es que no sé cómo pero al final me enteraba de todo.

XXIV    Porque después llegaban los lutos que eran tenebrosos. Las mujeres que habían tenido un muerto en su familia iban vestidas de negro por lo menos un año y después otro año de alivio, menos si eras la madre del muerto, o la esposa, que entonces a lo mejor era ya para toda la vida, porque además un luto se empalmaba con otro luto, y así no había manera de dar una alegría al cuerpo porque además el vestirse de colores, no sé si era pecado pero estaba mal visto. Cuando venían estas mujeres a ver a mi abuela hablaban muy bajo bisbiseando que parecía que iba a llegar otra muerte por debajo de la mesa camilla.

XXV     Porque aunque había algunos acontecimientos festivos que había que celebrar sin faltar y con la debida seriedad y devoción, había otros actos religiosos de obligado cumplimiento y de especial significado y sentimiento que había que celebrar en familia. Recuerdo el día de todos los santos que era fiesta de guardar y el día de los difuntos que no eran santos. Eran los días de las ánimas. Con los amigos ese día en lugar de ir a jugar, íbamos  al cementerio a visitar las tumbas donde estaban enterrados nuestros familiares y ver las flores y rezar un padrenuestro y tres avemarías y hablar un poco recordando.

XXVI     Porque en la educación que nos dieron a la generación a la que pertenezco, en realidad es la última que se educó en la escuela de la dictadura franco católica, en aquella cultura diaria con la que nos impregnaban, la muerte siempre rondaba alrededor nuestro vivir como una posibilidad que debíamos temer. Y en ese ambiente de emoción y temor que ofrece la muerte nos llevaban a sentir a dios. Porque ya desde niños me educaron en torno a la muerte porque en cualquier momento me podía morir y por tanto había de estar siempre libre de pecado para que la muerte no me cogiera desprevenido.

XXVII    Porque yo lo intuía hacia años, cuando rozaba la adolescencia y quizás ahora de viejo lo veo con más claridad que nunca: desde intereses espúreos todos los que soportaban el poder terrenal, le daban a la muerte mucha más importancia de la que aún siendo mucha, en realidad tenía, y desde su doctrina nos convencían a todos de que aquí estábamos de paso, y que las obras de nuestro paso trascendían hasta la eternidad y que la eternidad es un espacio inmenso de tiempo inescrutable en donde una vida era un suspiro. Al final todo residía en si el alma iba al cielo o no iba al cielo, si estabas en gracia de dios o no.

XXVIII     Porque además de la muerte que ahora me doy cuenta es lo que más grabado ha quedado en mis primeros recuerdos, en casa: la religión era el pan nuestro de cada día porque en mi familia éramos muy católicos apostólicos y romanos. Con la madre, con la abuela, con las tías, cualquier ocasión era buena para ir a la iglesia a rezar o estar allí con ellas porque tenían que confesarse. Una Iglesia que entonces era muy grande y oscura y tenía muchos altares con muchas velas apagadas y me llevaban siempre cogido de la mano para que no me entretuviera mirando a todas partes. San Antón y el tocinico.

XXIX      Porque lo último que hacía cada noche era rezar: Jesusito de mi vida eres niño como yo por eso te quiero tanto y te doy mi corazón ángel de la guarda dulce compañía no me desampares ni de noche ni de día. Niños durmiendo en sus camas desamparados. Aquella otra siendo un poco más mayor. Con dios me acuesto con dios me levanto con la virgen María y el Espíritu Santo. Si no hacía mucho frío de rodillas encima de la cama. Aunque en las estampas nos enseñaban que los niños rezaban de rodillas en el suelo apoyando sus codos sobre la cama y las manos juntas por las palmas apoyadas en la barbilla.

XXX      Porque ya de muy niño también me enseñaron a rezar el Ave María. Una oración en la que se invoca la visita que le hace el arcángel Gabriel a la virgen en el momento de la concepción. Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre Jesús. Y después se para un poco y se seguía: Santa María madre de dios ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. Y esta oración había que rezarla muchas más veces que el padrenuestro porque la virgen intercedía por nosotros ante dios y ante su hijo Jesús. 

martes, 16 de agosto de 2016

De la once a la veinte.

  XI.      Porque estas mujeres, apoyadas desde mi casa en un afán familiar por aplaudir mis progresos, muy pronto me enseñaron a santiguarme: por la señal de la santa cruz de nuestros enemigos líbranos señor dios nuestro, en el nombre del padre y del hijo y del espíritu santo, amén. Así, con el dedico haciendo cruces: la primera en la frente, la segunda en la boca y la tercera en el pecho, y la cuarta en el cuerpo entero y para acabar un besico en las puntas de los dedos pulgar e índice como haciendo con ellos una cruz. Era un reto en el que había que tratar de interiorizar la cruz que luego se hará presente para siempre.

XII.      Porque allí en la escuela de las monjas, mi segunda casa durante tres años, todo giraba alrededor de la virgen María y el niñito Jesús y el Ángel de la guarda. Yo estuve siempre abajo, con Sor Juana. Me acercaba a su mesa, de la que la mujer que tenía un defecto físico en la cadera se levantaba en muy pocas ocasiones y allí me explicaba y veía. La mesa la tenía repleta de: imágenes, fotografías, estampas y figuritas religiosas, y había: unas figuritas de barro que tenían en la cabeza una ranura, que representaban a los negritos y a los chinitos que había que cristianar y por los que había que pedir cada año.

XIII.      Porque siendo muy niños, un día al año, como un aliciente para nuestra infancia celebrábamos el día del Domunt. Podía ser el último domingo del mes de octubre y nos ponían a pedir a los críos. Y salíamos los más pequeños con los chicos un poco más mayores a recorrer las calles y las casas con las huchas, unas latas que había que llenar de monedas, y después había que llevar todas las huchas a la iglesia para que las recogiera el cura. Era para que la iglesia católica tuviera dinero para las misiones de los misioneros que estaban evangelizando el África negra y el Asia amarilla vestidos de blanco.

XIV.      Porque ya enseguida habíamos de aprender a rezar y las mismas monjas me enseñaron a decir de memorieta el padrenuestro. Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores y no nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal. Amén. De niño hube de aprender esta retahíla sin sentido, y seguramente, esta retahíla, la mayoría de los mayores también la repetían como un trabalenguas.

XV.      Porque era una formación, una deformación, un adoctrinamiento en las cuestiones religiosas de nuestra consciencia y de nuestra inconsciencia infantil, a la que nadie ha dado ninguna importancia, pero que estoy seguro, que a la larga no nos ha favorecido a nadie de los que la sufrimos. Y es que en realidad nos llevaban a un punto en el que los niños no pensábamos otra cosa que ser misioneros de mayores y las niñas en ser monjas. Veíamos el mundo tan falto de esa esencia que nos enseñaban que soñábamos con ser los adalides de cambiarlo y luchar contra el mal que nos tentaba a todos. 

XVI.       Porque con esta educación que recibimos en aquellos años que oscurecieron nuestras cortas vidas, allí, en aquella escuela de monjas franciscanas, era una congregación francesa, tiempo en el que trataron de iniciarnos en la vida, hasta en las cuestiones más sencillas, cuando trataban de corregir nuestra conducta infantil y nuestro comportamiento, apelaban a la religión y se pasaban el día diciendo que aquello que hacíamos mal, no le iba a gustar ni a dios ni a la virgen. Y también cuando trataban de entretenernos era muy socorrido contarnos cuentos de los santos y de los ángeles y de los niños mártires.

XVII.      Porque ya en aquellos tiempos que recuerdo y lo recuerdo perfectamente, estas monjitas, además de quitarnos los mocos apretando nuestras narices con sus dedos protegidos por un pañuelo hasta hacernos daño, que nos hacían daño hasta cuando se los quitaban a otro, también me hablaron por primera vez de los pecados para que ya lo supiéramos diferenciar y no pecáramos por desconocimiento. Pecados veniales: portarse mal, desobedecer a los padres, y de los pecados mortales que eran los de robar o matar y estaban también los de horrible sacrilegio que eran los más graves pero que no nos decían cuales.

XVIII.       Porque allí en aquellos primeros años de nuestra vida, en aquellas monjas se centraba toda la educación que se nos daba a los niños, porque en casa las cosas no pasaban más que de comer a las horas y salir a jugar a la calle y un poco hacer los deberes que por aquellos años salvo repasar con la madre las oraciones pocos más había. Y en aquella escuela aunque la doctrina decía: Dejad que los niños se acerquen a mí, recuerdo perfectamente, aunque a mí nunca me tocaban, cómo les pegaban a algunos niños: sor Juana con la caña y sor Vitoria con el llavín. Los castigaban a que les colgaran los mocos en el rincón.

XIX.      Porque enseguida, ya no recuerdo si en un sitio o en otro o en todos a la vez, nos hablaban de las cosas más trascendentes de la vida: la muerte. Y muchas muertes de mi entorno más cercano, aunque fueran de personas que yo no conociera, las recuerdo como si hubieran sido ayer: ¡ay que se ha muerto tal… el pobre… o cual… que dios lo acoja en su seno! Y recuerdo que por unos días, por la noche pasaba el primer rato a oscuras en la cama: muerto de miedo. De una forma u otra siempre rodeándonos de peligros de muerte y de pecados que nos podían mandar al infierno: a las calderas de Pedro botero.

XX.      Porque me acuerdo como si hubiera sido ayer de la muerte de Casto Yubero. Yo tendría unos siete años. Estaba en casa de Ernesto jugando con su hermana en la semipenumbra de la cocina. Ernesto era monaguillo y vino del cementerio de ayudar al cura en la última palabra al enterrar a Casto que lo había arrollado un tren, y nos contó cómo había sido el enterramiento. y que habían venido al entierro muchos compañeros ferroviarios que gritaban: ¡Adiós Casto hasta la eternidad! El terror que arrastraban las palabras balanceaba la bombilla que colgaba del techo. Me costó muchas noches conciliar el sueño.