miércoles, 28 de septiembre de 2016

Bien, ochenta.

LXXI   Porque en el segundo mandamiento tampoco se olvida del: yo, mi, me, conmigo, y dice: no usarás el nombre de dios en vano. Dios exige el respeto para sí mismo sin tener nadie conciencia de si en realidad existe puesto que nunca nadie lo había visto hasta aquel momento en el que entregó las tablas. Y solamente lo vio Moisés. Pero es fácil pensar que vuelve a ser otra estratagema para que nadie pueda usar el nombre de dios: ni para bien ni para mal, sino que solamente tiene derecho a usarlo el representante de dios en la tierra: nombrado a sí mismo por sí mismo, envuelto en mil embustes y prodigios.
LXXII   Porque el tercero dice: santificarás las fiestas. Pero cuidado: las fiestas a las que se refiere son las que se hacen en atención, alabanza y adoración a dios. Fiestas que siempre han existido en las comunidades humanas alrededor de los equinoccios y solsticios, y que posteriormente se han trasformado en las fiestas que soportan la tradición católica y que ya no existen. Fiestas paganas dicen que eran. Aquellas que no han sido religiosas o no han podido sostener un contenido religioso han sido perseguidas a lo largo de la historia. Y además planificaron las fiestas para que todo en el mundo se paralizara: para alabar a dios.
LXXIII   Porque el cuarto mandamiento con apariencia de ser tan razonable como inocuo dice: honrarás a tu padre y a tu madre. Se olvida de la otra parte que también es importante: honrarás a tus hijos y a tus hijas. Se habla de la familia y de los ascendientes y descendientes, pero el hecho de que no se mande más que honrar a los ascendientes, es una manera de asegurar que las tradiciones puedan tener continuidad y pasar de padres a hijos, pues en caso contrario, si fueran los deseos de los descendientes los que hubiera que honrar: las cosas cambiarían casi continuamente y dios correría peligro.
LXXIV   Porque seguramente con buen sentido, el cuarto mandamiento dice a los hijos: honrarás, que según el diccionario significa: respetar, enaltecer el mérito, siempre de los padres y de cómo fueron y qué pensaron. Honra merecida que luego en el acerbo popular se devuelve a quien honra: quien a su familia parece honra merece. El mandamiento no dice querrás o amarás que es lo que tienen que hacer los hijos hacia sus padres aunque no se lo merezcan, que bien pocas veces lo merecen, pero esos sentimientos quedan exclusivamente para dios, que dios los merece aunque el padre no merezca ser honrado.
LXXV   Porque el quinto mandamiento dice: no matarás. Desde estas páginas estoy totalmente de acuerdo, porque nadie tiene derecho ni legitimidad para matar a nadie, por mucho que podamos pensar que mejor merezca estar muerto. Lástima; es paradójico que este mandamiento, con el que a lo largo de la historia de las sociedades las religiones monoteístas han impregnado las leyes penales de tal manera, que nunca se ha podido cumplir, siempre han encontrado una excepción para matar a los semejantes. Si el semejante ha ofendido a dios pecando, está permitido darle muerte. Ajusticiarle en el nombre de dios, dicen.
LXXVI   Porque si en la religión que nace de las Sagradas Escrituras hubieran cumplido con este mandamiento los fieles a dios, no hubiera habido ninguna de las guerras, crímenes y violencias de las que fue casi siempre promotor el pueblo de dios, según relatan las mismas Escrituras con detalles crueles. Sin ir más lejos y en los mismos tiempos en que los diez mandamientos se dieron a conocer al mundo por influencia divina, fueron llevados los soldados del ejército egipcio por ese dios a la muerte: ahogados tragados por las aguas del mar Rojo. También a los filisteos los hicieron enemigos a muerte en cada página.
LXXVII  Porque me hicieron entrar a pensar, cuestionar y a preocuparme por unos temas de los que yo no sabía nada y ni siquiera podía sospechar de qué se trataba. En el sexto mandamiento nos decían: no cometerás actos impuros. Estoy seguro que en aquellos años no solo no sabía qué era eso de los actos impuros, sino que además, si me lo hubieran dicho tampoco lo hubiera entendido. Luego ya sospeché qué era aquello natural a lo que se refería como acto impuro, pero la verdad no supe nunca dónde estaba la raya del pecado. Y posiblemente ahora tampoco la sabría colocar.
LXXVIII   Porque cómo podía yo de niño pensar en quitar, en robar nada a nadie, si hasta para coger una porción de chocolate en casa pedía permiso, y si estaba fuera de casa, no pensaba que estuviera mal, si cogía alguna cosa para comer, si estaban para cogerlas los niños y me decían: coge. Y así el séptimo decía: no hurtarás. Con mis amigos pensaba que quería decir que no podíamos ir al campo a coger cerezas. Aquello tampoco podía ser, porque cuando nos veía el dueño salíamos corriendo y cuando el hombre nos gritaba ¡no corráis coger lo que queráis! cuanto más gritaba más corríamos.
LXXIX   Porque no es por sacarle punta a todo; pero el mandamiento dice: no hurtarás, que en definitiva es apropiarse de cosas pequeñas de otros sin violencia ni intimidación y que la mayoría de las veces se hacer por necesidad. El mandamiento es una manera de predicar: no compartir entre los semejantes ni las cosas más pequeñas, y de defender lo que es mío y solo mío y nadie lo puede tocar porque no me quita a mí sino que se lo quita a dios. Sin embargo no dice no robarás que es mucho más grave: que significa apropiarse de cosas grandes de la forma en que sea y casi siempre sin ninguna necesidad.


LXXX   Porque en casi todas las ocasiones de la vida pocas veces se sabe qué es la verdad de cualquier cosa, seguramente porque todas las verdades tienen un lado oculto que además es muy difícil de apreciar, y sin embargo en el octavo decían: no dirás falso testimonio ni mentirás. En un mundo en el que la verdad y la mentira depende del color del cristal con que la miras, es imposible poder confesar a ciencia cierta en qué has pecado, cuando además, la gran mayoría de las mentiras no dejan por una causa u otra de ser mentiras piadosas o no confesar en propia contra que es muy legítimo. 

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Quia, setenta.

LXI Porque en la catequesis hube de aprender el credo: Creo en dios padre todopoderoso creador del cielo y de la tierra, creo en Jesucristo, su único hijo, nuestro señor, que fue concebido por obra y gracia del espíritu santo y nació de santa María la virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue: crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos y resucitó al tercer día de entre los muertos, y subió al cielo, y está sentado a la derecha de dios padre todopoderoso y desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos… Me aprendí de memoria éste que era corto y después otro más largo.
LXII Porque me hicieron confesar siendo inocente. ¿Y de qué me iba a confesar yo en aquellos años…? ¿Qué podía haber hecho de lo que ya me tuviera que confesar y sentir culpable…? cuando además decían que yo era un niño muy modoso y formal que no daba ningún mal a nadie en ningún sitio. No logro entenderlo y además en este mismo momento me desquicia y me desquicia más todavía que alguien pueda pensar que estoy exagerando. Y puedo llegar a perder las formas ante quien quisiera restar un ápice de gravedad a esta actuación de maltrato infantil que no sé si todavía se hace con los comulgantes.


 LXIII Porque la verdad es que repaso aquello, pensando y recordando y que nunca supe qué decirle al cura de qué me confesaba, Creo adivinar ahora que como en la confesión tenía que decirle algo que tuviera alguna trascendencia, aunque fuera pequeña, me inventaba los pecados que había cometido: si había desobedecido a mi abuela, que si he hecho enfadar a mi madre o si no había querido jugar con mi tío Juanito porque me hacía rabiar. En fin pecata minuta. Bueno, esas cosas de niño que al parecer eran pecado para los mayores. Si además repasaba el resto de los mandamientos y ni sabía qué querían decir.
LXIV Porque ahora ya nadie quiere recordar cómo nos hicieron confesar arrastrando nuestra inocencia por el suelo de la Iglesia para tratar de domarnos y sin importarles para nada nuestra dignidad y el quebrantamiento que suponía de nuestra niñez. Aquellos eran otros tiempos, dicen ahora, como si hubiera sido en el año de la maricastaña, y fue como aquel que dice hasta ayer mismo cuando se preocupaba el cura por nuestros pecados, aunque entonces seguro que no le interesara: qué habíamos comido al mediodía o si llevábamos los zapatos con un agujero en la suela o si había algún dinero en nuestra casa.
LXV Porque para poder confesarme me hicieron aprender el: Yo pecador me confieso a dios todo poderoso porque he pecado de pensamiento, palabra, obra u omisión, por mil culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa, por tanto ruego a santa María la virgen y a los ángeles y a todos los santos, para que intercedan por mí ante dios nuestro señor, amén. Tela, tela, tela, ¿cómo se puede hacer esto con un crío…? Esta es una tortura sicológica que sin duda, en ocasiones habrá tenido consecuencias desastrosas para la formación del carácter de las personas alimentando ese complejo de culpa.
LXVI Porque después que hice la primera comunión, para confesarme cada semana, tenía que ir a la iglesia el sábado por la tarde. Si había fiesta en medio de la semana, según los días que hubieran pasado, también tenía que ir la víspera de esa fiesta, porque si no eran muchos días sin confesar y yo era un pobre pecador. En la iglesia me ponía al lado del confesionario de rodillas en un banco y me decían que tenía que pensar en los pecados que había cometido en los últimos días desde la última vez que me había confesado. A eso le llamaban acto de contrición que además no se podía traer hecho de casa.
LXVII   Porque para poder hacer el acto de contrición me tuve que aprender los mandamientos que era muy importante sabérselos bien porque nos los dio el señor para que los cumpliéramos los hombres. Los diez mandamientos venían en el catecismo con un orden exacto jerárquico que había de saberlo de carrerilla. También decía que estos diez mandamientos se encierran en dos: amarás a dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. El mandamiento nuevo no entraba entre aquellos: que os améis los unos a los otros como yo os he amados. Lo cantábamos en una canción que ensayamos a coro.
LXVIII  Porque teniendo poco más de siete años, niño todavía, hube de aprenderme de memoria aquellos mandamientos que no entendía. Mandamiento quiere decir que lo que se manda es para que se obedezca sin discutir. Eran los mandamientos que el señor le entregó a Moisés en el monte Sinaí, en las dos tablas de la Ley. Porque dicen las Escrituras que Moisés es uno de los pocos hombres en la historia que ha hablado con dios. Cuando dirigía a su pueblo, subía al monte, hablaba con dios y le decía dios lo que tenía que decir, y bajaba Moisés y le decía a su pueblo que era lo que le había dicho dios para que les dijera.
LXIX   Porque aquellos mandamientos eran tan antiguos y estaban llenos de palabras de las que se usaban entonces que eran muy difíciles de comprender por mí. Palabras que si preguntabas qué querían decir, igual, así como así, te ganabas una buena bofetada. Por lo tanto no quedaba otra manera de aprenderlos que repetirlos y repetirlos una y otra vez: en la catequesis, en casa y en la cama hasta quedar dormido. Y como siendo tan niño no los pude reflexionar porque no los entendía, aprovecho para hacer esa reflexión en estos momentos desde esa nueva perspectiva, en la que sí sé lo que dicen y lo que quieren decir.


LXX Porque como una muestra de las intenciones que tienen los diez mandamientos, el primero dice y manda: amaras a dios sobre todas las cosas. Yo, mi, me, conmigo y para mí. Es importante observar la trascendencia de este primer mandamiento: es difícil y poco creíble ordenar que le amen a uno así porque sí, y entonces para salvar esta dificultad, quien lo redactó en lugar de decir directamente que le amaran a él que no pasaba de ser un hombre con aires de profeta, prefirió la estratagema de decir que se amara a dios en tercera persona, y luego ya diría que dios le decía a él lo que fuera.

lunes, 19 de septiembre de 2016

Más de cincuenta y nueve

LI   Porque no me cabe ninguna duda de que en mi entorno familiar, estas conductas con las que quisieron educarme con arreglo a los cánones cristianos, las hacían de muy buena fe y por mi bien. Aunque a mí ahora no me parezca lo más propicio, estoy seguro de que todas aquellas personas eran temerosas de dios y no se hubieran perdonado en el caso de que no hubieran cumplido con su deber cristiano de manera adecuada. A aquellas personas, aquellos tiempos y aquellos poderes, les hicieron pensar como pensaban, en definitiva eso era lo que ellas pensaban y si obraron mal yo no se lo puedo reprochar.
LII   Porque todavía era un niño y ya habían compuesto los pilares de la vida ante mis ojos: dios todopoderoso, la iglesia con sus curas y sus monjas, rezar para pedir y dar gracias, y al otro lado: el mal y el infierno. Conocía a todos sus protagonistas: Jesús que era el hijo de dios, la virgen que era la madre de dios y madre nuestra, el espíritu santo que nunca supe realmente quien era y los ángeles que nos defendían con armas y bagajes de todo mal y el demonio siempre atento y acechando. Y la muerte: la muerte de dios que en semana santa se nos mostraba más intensa y cercana, y nuestra propia muerte.
LIII   Porque aunque pueda parecer increíble todo esto lo viví y lo recuerdo siendo niño, muy niño, todavía no había cumplido los seis años y estaba ya tan mentalizado en la práctica de la religión que con mis amigos de la calle en que vivía que eran un poco mayores que yo, me había apuntado a la catequesis, para descubrir la primera comunión. Luego no pude hacerla ese año, porque era muy niño que todavía iba a las monjas, y no tenía la edad del uso de razón, que era un requisito para comulgar y mi madre decidió aplazarla al año siguiente, cuando fuera a la escuela de los mayores con los maestros.
LIV Porque he observado que siendo la religión una opción de adultos sin embargo la iglesia se apodera de la infancia y ya desde el principio hace asimilar a los niños ideas que jamás serían capaces de hacer entender y convencer cuando fueran mayores. De niños cincelan en la mente los cuentos sagrados, las ideas absurdas, es cuando los instruyen con los misterios y el culto que propagan y que poco a  poco acaban pareciendo evidentes en las mentes de los niños y las temerán y mantendrán en su conciencia el resto de su vida, de tal manera que para estas materias ya no consultarán jamás a la razón.  
LV Porque aunque seguramente muchas cosas las he sabido luego, sin embargo, recuerdo bien lo que viví aquellos años en los que iba por mi cuenta a la iglesia que ya era como mi casa. Recuerdo que al poco tiempo y queriendo la iglesia modernizarse en sus formas y en sus maneras de dirigirse a los fieles, dieron la vuelta a los altares y entonces los curas ya celebraban la misa de cara a los feligreses, que hasta entonces no les daba la cara a los asistentes más que en el momento de la celebración. Estoy seguro que también pusieron más luz o corrieron las cortinas de las ventanas porque la iglesia estaba distinta.
LVI Porque ahora, tiempos diferentes, con poderes más repartidos y con un abanico de ideas y pensamientos abiertos al mundo, en determinadas familias se sigue este mismo orden educativo, guiados por la Iglesia Católica que de esta manera amoldan la sociedad a la sumisión y la obediencia. No entiendo esta obsesión que tienen las autoridades religiosas por hacer sufrir al género humano de manera gratuita haciendo que estén pensando en dios y en la cruz y con su proselitismo perpetuo y pretender eternamente que los demás tengamos que pensar como ellos. Como si no tuviéramos otra cosa que pensar.
LVII Porque de aquellos años recuerdo perfectamente el día que murió el papa Juan XXIII. Estaba en el convento de las monjas sentado ante una mesa con revistas o fotografías. No sé porqué, pudiera ser que pasase allí muchas horas. Era poco antes del mediodía cuando entró una de las monjas llorando porque se había muerto el papa. Aquello me dejó por primera vez impotente ante un problema. Qué podía hacer yo para que no llorara aquella mujer salvo ponerme a llorar con ella para acompañarla. Luego me enseñó alguna foto de alguna revista de las que había en la mesa: un señor mayor gordito con gorro.
LVIII Porque ya me iba haciendo mayor y poco antes de comulgar, ya me tenía que hacer responsable de mi conducta religiosa por mí mismo. Los domingos iba a oír misa sin ser acompañado por ninguna persona mayor. Eso sí, cuando poco después de que se acabara la misa mayor llegaba a casa de mi abuela y me preguntaban qué había dicho el cura en el sermón desde el púlpito, ya estaba perdido ¿cómo iba a entender lo que decía el cura con esos hablares tan rimbombantes que tenía y que además siempre parecía estar enfadado? Hay que estar atento a lo que dice el cura me decía mi abuela.
LIX Porque ya tenía seis años y ya iba a la escuela con Don Luís Pérez al segundo grado. Mi tío Rafael había dicho que todo lo que tenía que aprender en el primer grado: ya me lo sabía, y como era autoridad de Falange pues pasé al grado siguiente. Allí con chicos que eran al menos dos años mayores que yo aprendí a multiplicar y dividir. Las primeras lecciones de la religión católica sin embargo las aprendí en las catequesis para la primera comunión y como fui dos años seguidos aprendí muy bien al menos todo lo que concernía a la confesión que era lo más importante para no comulgar en pecado que era un sacrilegio.

LX  Porque, para poder hacer mi primera comunión. tuve que acudir a la catequesis que se daba algunas tardes durante la primavera desde antes de que empezaran las vacaciones de semana santa en la escuela, y hasta que llegaba el día de la Ascensión. En esta catequesis en la que nos enseñaban algunas mujeres catequistas las cosas de la religión, hube de aguantar el mal genio de mi tía Rosalía y sus amenazas veladas de que no podría comulgar si no estaba preparado para recibir a dios nuestro señor. Como era mi pariente, se tomaba como una cuestión familiar que yo me supiera la doctrina mejor que nadie. 

lunes, 5 de septiembre de 2016

Van cincuenta.

XLI   Porque aprovechando la credulidad que se tiene cuando uno es niño y está empezando a ver el mundo que le rodea, un mundo donde todo aparece extraordinario, nos decían los mayores que en el cielo estaban los ángeles y que todos los ángeles eran espíritus perfectos creados por dios para que fueran sus acompañantes en el cielo y gozar con él de su presencia y participar de su felicidad. Con esa excusa me hablaron de que el cielo estaba muy poblado por los ángeles y los querubines y los serafines, que estos ya no sé quienes eran pero que recuerdo que aparecían en la peana de Santa Ana.

XLII   Porque por otro lado me hablaban del demonio. Me contaban que al principio de los tiempos cuando todavía no había empezado el mundo, el diablo era un ángel bueno pero que con otros ángeles se habían convertido en ángeles malos. Estos ángeles malos se habían enfrentado a dios porque querían más poder celestial que ningún otro ángel, se dejaron llevar por su orgullo y su ambición y su deseo y se rebelaron contra dios queriendo quitarle su cetro en el cielo. Como consecuencia de su rebelión fueron expulsados del nivarna después de la batalla, en la que al parecer usaron espadas, lanzas y tridentes.

XLIII   Porque de una manera u otra, siendo todavía muy niño, fui conociendo lo malos que eran los ángeles malos a los que llamaban demonios o diablos. No sé porqué, pero ya me dijeron dónde vivían: en el infierno, que yo entonces me hacía una idea que estaba en el centro de la tierra. Se llamaban: Lucifer, Satanás, Belcebú, y dios les había mandado que recogieran de la tierra a todos los hombres que eran malos para que no fueran al cielo. En realidad nunca supe cuántos eran los demonios jefes: si era uno o era un triunvirato, lo que si tenía claro es que eran legión y que también estaban al acecho en todas las partes.

XLIV   Porque tanto hablar de los demonios, nos decían que tenían cuernos y rabo y eran colorados y feos, que yo pensaba que cualquier noche se iban a aparecer al lado de mi cama para decirme tentaciones y llevarme con ellos al infierno. Porque a Satanás y sus ángeles amigos, que ya no eran ángeles sino que eran demonios, dios les había encargado entonces, que se dedicaran a tentar a los hombres y a comprar su voluntad otorgándoles la eterna juventud y convencerles para que dejaran de amar a dios. Así dios siempre nos tenía a prueba a los hombres y mujeres, a los niños y niñas con la tentación del demonio.


XLV   Porque sobretodo solamente podía vivir tranquilo si me hablaban de mi ángel de la guarda, si me creía de que en la tierra siempre lo tenía detrás de mí aunque no lo viera. Un ángel bueno que estaba para salvarme de todos los peligros que me acechaban. Yo no me lo podía creer, pero me lo creía, porque me convenía, sabiendo como sabía, cuántos peligros corría y sobretodo si me defendía del demonio cuando estaba durmiendo. Y me contaban historias de niños a los que cuando estaban a punto de morir porque se iban a caer a un agujero iba el ángel de la guarda y lo cogía antes de caer y entonces no se morían.

XLVI   Porque me acuerdo perfectamente de don Pablo, que era el párroco del pueblo y andaba envuelto en una sotana negra que le escondía los zapatos. Un hombre mayor con una coronilla en la cabeza que daba miedo y que cuando me veía me pasaba sus manos sobre mi cabeza. Y recuerdo a don Joaquín que casi nunca se le veía por la calle. A don Juan José que era muy joven y venía a casa de mi abuela. Y a don Jesús, el cura más importante que he conocido. Era mi tío, había que mirarlo con más respeto y darle un beso. Todos hombres muy serios y lejanos, que cualquiera pudiera pesar que eras el mismo diablo.

XLVII   Porque también recuerdo que un día estábamos jugando unos cuantos críos en la puerta de la iglesia del pueblo, a un juego al que llamábamos el truco. Nos colocábamos cada uno en uno de los pilares, puertas de los que conformaban el porche, siempre uno menos de los que estábamos jugando, todos pasábamos de un truco al otro y el que no tenía, hacía por llegar antes que el que se cambiaba. Teníamos que estar muy atentos y rápidos, pero no hacíamos mal a nadie, ni profanábamos un lugar sagrado, ni molestábamos a dios. Pasó Don Pablo y se enfadó mucho con nosotros, se puso como un basilisco.


XLIX   Porque como nosotros éramos unos críos que estábamos jugando y estábamos a lo nuestro y pudiera ser que no le dijéramos nada al párroco. El hombre con actitud severa, se puso en medio del porche y nos conminó a que nos acercáramos, nos llamó la atención y nos hizo que le besáramos la mano y a los dos últimos les soltó dos bofetadas a traición, que a esas las soltaba como nadie. Los niños quedamos atónitos y además de sentirnos indefensos ante la ira del cura, también quedamos con un sentimiento de culpabilidad, que a la postre, era de lo que se trataba: saber cómo había que sufrirse la Iglesia.

L  Porque en la iglesia, en las monjas y en nuestra casa, nos conminaban a dar besos a todo, y no solo a las abuelas y a las tías que era lo normal porque ellas venían a por ti en cuanto te veían, sino también al cura en la mano. Y besos a las estampas de las vírgenes y de los santos que nos enseñaban y que las guardaban en la cómoda como si fueran reliquias, a las figuras de las vírgenes y de los santos que también la tenían por todos los sitios, al niñito Jesús que lo sacaban de su canastilla como si fuera un bebé de verdad, y a los escapularios que llevaban las mujeres en el pecho.

jueves, 1 de septiembre de 2016

Ya son cuarenta

XXXI Porque aunque decían que la Virgen María era la madre de todos nosotros y a ella había que invocar con nuestras oraciones si queríamos llegar a dios por el camino más corto, no obstante también me enseñaron el Gloría para que les rezara a todos los dioses a la vez, aunque en verdad solo era uno, más que nada para por si acaso, que nunca se sabe, y rezar no hace mal a nadie, que se sepa. Gloria al padre. Gloria al hijo. Gloria al espíritu santo… Como era en un principio, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén. Todo es para siempre y quienes lo rezaban con más devoción ni lo entendían.


 XXXII Porque además: cualquier ocasión era oportuna para en casa rezar el rosario en familia, que bien poco me costó entender aquello de las cuentas, aunque cuando yo contaba, a veces se me olvidaba pasar alguna o avisar del gloria y entonces me quitaba mi abuela el rosario de cuentas de la mano. Y se rezaba para que cuando pasara lo que pasara, no pasara, o pasara lo mejor que pudiera pasar. Si se rezaba un rosario al menos así pasaba la tarde en ese rato en el que habiendo anochecido todavía era pronto para cenar. Y era una forma de coger el sueño si agobiado en la cama no era bastante con rezar un poco.

XXXIII  Porque si ibas a la iglesia a rezar el rosario antes de que empezara la misa, a lo mejor era un cabodeaño, también había que rezar las letanías a la virgen. Desde el primer Señor ten piedad, hasta el último: para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Cristo podría repetirlas todas: Madre inmaculada, madre amable, madre admirable, madre del buen consejo, madre del creador, madre del salvador, madre de misericordia, madre prudentísima, madre digna de veneración, madre digna de alabanza. A cada letanía se contestaba: ruega por nosotros solo las mujeres mayores decían ora pro nobis.


XXXIV  Porque me decían que tenía que rezar para tener a dios presente y que dios estuviera atento a mis cuitas. Todas estas oraciones las recuerdo todavía. Las habré repetido millones de veces de forma autómata y quedaron grabadas en mi memoria. Lo cierto es que ahora las entiendo, pero recuerdo que de niño me parecían algo así como un trabalenguas parecido a otro que me enseñaba mi abuelo José que era menos de misas: pan y pan y pan, pan y pan y medio, cuatro medios panes, tres panes y medio cuántos panes son. Y yo contestaba: ¡nueve! porque lo sabía y así me daba un caramelo de la tos.



XXXV   Porque no hay respuesta que justifique que se eduque desde la infancia en la necesidad, sino en la obligación, de tener a dios presente cada día y se pueda hacer a los niños que recen hasta el aburrimiento para pedirle a dios. Según la propia doctrina que predican, dios sabe bien cuales son las necesidades del niño, y tendría que faltarle el tiempo para satisfacerlas y por lo tanto no habría molestia de rezar. Pero sin embargo, se mantiene la obligación de rezar y si no es para pedir, que no siempre hay que ser tan pedigüeños, hay que rezar para darle las gracias a dios por cualquier cosa que fluya con normalidad.



XXXVI   Porque no solo eran las oraciones que había que rezarlas con los ojos cerrados, y muy a lo que estabas, sino que también había que tener un comportamiento acorde con el momento de rezar y estar con dios. Allí en la iglesia para estar como dios quería que estuvieran sus hijos, me enseñaron a poner las manos juntas por las palmas en el pecho y a estar serio y aburrido: circunspecto. Además hube de aprender a arrodillarme cuando me debía arrodillar. Estando en la iglesia había que saber cuándo se podía estar sentado, cuando había que ponerse de pie o ponerse de rodillas aunque nos hiciera daño.

XXXVII  Porque me enseñaron a persignarme, ahora no sé con certeza de qué se trataba, pero quiero recordar que pudiera ser el gesto de hacer una cruz en la cara a la par que se hacía una genuflexión al pasar por delante del altar mayor de la iglesia y saludar a Cristo y al sagrario con respeto. Pero persignarse también era un gesto que hacían las mujeres cuando salían por la mañana de sus casas y que ahora me hace gracia que lo hacen algunos futbolistas cuando entran en el campo de fútbol o cuando meten un gol. Son de esos gestos que se hacen casi automáticamente y que a la par de que no sirven de nada dicen mucho.

XXXVIII   Porque cada vez que entrábamos a la iglesia había que ir a buscar el agua bendita. Con el agua bendita en los dedos índice y corazón hacer una cruz: la primera en la frente, en los hombros y en el pecho. El agua bendita que mojaba los dedos había que ofrecérsela a quien nos venía acompañando, aunque si eran mis tías ellas eran las que me daban el agua directamente a mis dedos con un manotazo. Menos mal que el monaguillo de escayola que había al lado de la pila de agua bendita te miraba con una sonrisa. Era la única sonrisa que se podía ver en la iglesia. Lo demás era serio, muy serio.

IXL  Porque en la iglesia de mi pueblo, en medio de la nave, había bancos para sentarse, los hombres a un lado y las mujeres al otro, aunque los hombres casi todos estaban de pie y les gustaba estar al fondo porque entraban tarde y así no los veían sus mujeres llegar. Había en los laterales una especie de sillas que se llamaban reclinatorios y que cada señora tenía el suyo para rezar. A mí me gustaba pasarme de un reclinatorio a otro a leer las iniciales de la dueña que estaban escritas con unas chinchetas doradas clavadas. Ahora sé que a la iglesia muchas personas asistían obligadas, para tener papeles de afección al régimen.

XL  Porque en los laterales del altar de la iglesia de mi pueblo, allí arriba, encima de unas peanas sujetas a la pared, muy altas y adornadas, estaban representados los arcángeles: Gabriel, Rafael y Miguel. Eran los jefes de los ángeles que tenía dios en el cielo. Eran como las personas pero con unas alas grandes en la espalda que a lo mejor serían para poder volar a la tierra desde el cielo. Miguel estaba representado con un tridente tirando a un demonio a un abismo desde el cielo. Observar estas imágenes era una manera de entretenerse y pasar el rato para sufrir paciente los latinajos en los que se decía la liturgia.