LXXXI Porque, no
es que me dé cuenta ahora, sino que ahora no estoy dispuesto a mentir por ellos,
ni quiero encubrirlos con mi silencio, y por eso digo que este mandamiento, lo
dictan, lo mantienen, lo defienden y lo obligan a cumplir, quienes son expertos
en mantener la mentira, aquellos mismos cuya historia concreta y completa, se
soporta en falsos testimonios: uno que dice que le dijeron que le habían dicho,
que un día vieron a quien había visto lo que había visto, y que le dijo que les
dijera lo que había dicho. Y si la mentira desapareciera de la faz de la tierra
lo primero en desaparecer serían las religiones. Ellos.
LXXXII Porque
para que en nuestra inocencia y nuestra ignorancia tuviéramos más maneras de pecar
que ni siquiera sabíamos que existían, nos proponían una nueva forma, y así, el
noveno mandamiento decía: no codiciarás los bienes ajenos. Este mandamiento, a
fuerza de llegar a entenderlo, intuía perfectamente que no lo podía cumplir
porque siempre estaba pensando en que me comprara mi madre algunas cosas que
tenían mis amigos. El mayor pecado era un balón de fútbol. Las religiones en su
afán por eternizarse es el mandamiento contra el que más han pecado porque han
pecado de manera cotidiana.
LXXXIII Porque todavía
me quedaba lo mejor por aprender en este proceso de componerme personalmente la
conciencia con los mensajes del bien y del mal de la religión, y para que no me
faltara ningún detalle en la percepción de la vida y de los riesgos de pecar
que me acechaban, hubieron de prevenirme de lo que iba a ser pecado cuando
fuera mayor, y para acabar las tablas de la ley, dicen que dios mandó escribir
el décimo mandamiento: no desearás a la mujer del prójimo. Pero primero: ¿cómo
se le puede enseñar este mandamiento a un niño…? y segundo: ¿por qué será
pecado…?
LXXXIV Porque
estas son las leyes que manda seguir la religión, normas que nadie cumple y muchas
veces se faltan de manera muy grave, aunque resulta luego que a los ojos de
dios tienen perdón con la confesión, el arrepentimiento y la penitencia. Todos estos
aspectos que regulan las actitudes humanas son muy personales y muy subjetivos y como además solo
son perdonados con el visto bueno de un sacerdote, permite que los más
pecadores contra los mandamientos de más gravedad y trascendencia puedan
solucionar su problema teniendo contentos a los sacerdotes que son los que le
van a ofrecer el perdón.
LXXXV Porque
una vez que puesto de rodillas antes de confesarme y haber hecho la lista
mental de los pecados que había cometido en los últimos días repasando los diez
mandamientos, aunque casi todos fueran tonterías, había que tener dolor de los
pecados. Puedo asegurar que con los pecados que yo tenía, no podía tener dolor
ni dándome pellizcos debajo de los sobacos que es donde más duele, y entonces
me centraba en sentir si me dolían las rodillas de estar arrodillado tanto
tiempo, buscando en mis pecados sin poder encontrarlos. Porque con el dolor
llegaba el necesario arrepentimiento.
LXXXVI Porque otra
cosa extraña que sucede con tus pecados, con tus faltas, con las que si las
habías cometido podías haber perjudicado a otros, no es necesario decir la
verdad y confesarse y arrepentirse ante el ofendido por tus faltas, sino que el
arrepentimiento es ante dios que es el que se siente ofendido por todos
nosotros y por todos los pecados del mundo. Y era dios quien perdonaba con la
mediación del sacerdote sin necesidad de ningún requisito para con el ofendido.
Y es que en casi todos los pecados el ofendido era dios, porque dios estaba en
todas las partes y le afectaba todo.
LXXXVII Porque
después de tanto dolor mental como había sentido hasta llegar a la congoja que
atrae al arrepentimiento, tenía que hacer propósito de enmienda para que el
perdón surtiera sus efectos en toda su extensión, y para que no me volvieran a
doler los pecados. Yo no sé qué me hubiera pasado, si yo hubiera sido un
pecador con un firme propósito de enmienda y no hubiera vuelto a pecar nunca
más, porque entonces ya no me hubiera tenido que confesar, y entonces, mira qué
plan, que por mi cara bonita yo con un sacramento menos que cumplir. Pero ya
sabemos que la carne es débil y yo era débil.
LXXXVIII Porque
una vez cumplidos todos los preámbulos y requerimientos del sacramento, cuando
me tocaba, me acercaba al confesionario y me ponía de rodillas en la parte
frontal, en los laterales, protegidas, tras unas ventanas pequeñas con unas
celosías, se habían de poner la chicas y las mujeres, y allí, después del ave
maría purísima y de decir los días que hacía que no me había confesado tenía que
decir los pecados al confesor. Que yo no sabía por dónde empezar. No sé si no
sabía qué decir o si pensaba que se me iba a notar mucho que estaba medio
inventando mis pecados.
LXXXIX Porque
para la religión, decir los pecados al confesor, aunque sean pequeños, es muy
importante que se haga ya desde niño para irse acostumbrando a acusarse en esa
intimidad y con esa cercanía, que si de niños los pecados han de ser siempre
veniales quién sabe cómo serán los pecados cuando sean mayores y mejor que los
conozca el clero de primera mano. Aunque ahora no existe ni la obligación ni la
costumbre de ir al confesionario a confesarse sigue quedando entre los
católicos la posibilidad de acercarse al cura a comentarle sus cuitas y pedirle
consejo.
XC Porque el
confesionario se me presentaba como un lugar temible, y es que aquella caseta
de madera, para un niño que se debía poner de rodillas ante la puerta de la
caseta y que esperaba a que el cura me cubriera con las cortinas las espaldas y
se acercara a mí con el aliento y me dijera: dime hijo, representaba el lugar
más terrible y lóbrego que nadie pudiera imaginar. Y allí en la penumbra de la tarde
todo era oscuro y tétrico en la iglesia. Y sobre todo aquel miércoles por la
tarde que era el día de antes al que iba a comulgar
por primera vez. Ave María purísima, sin pecado concebida. Que todavía lo
recuerdo.