XI.
Porque estas
mujeres, apoyadas desde mi casa en un afán familiar por aplaudir mis progresos,
muy pronto me enseñaron a santiguarme: por
la señal de la santa cruz de nuestros enemigos líbranos señor dios nuestro, en
el nombre del padre y del hijo y del espíritu santo, amén. Así, con el
dedico haciendo cruces: la primera en la frente, la segunda en la boca y la
tercera en el pecho, y la cuarta en el cuerpo entero y para acabar un besico en
las puntas de los dedos pulgar e índice como haciendo con ellos una cruz. Era
un reto en el que había que tratar de interiorizar la cruz que luego se hará
presente para siempre.
XII.
Porque allí en la
escuela de las monjas, mi segunda casa durante tres años, todo giraba alrededor
de la virgen María y el niñito Jesús y el Ángel de la guarda. Yo estuve siempre
abajo, con Sor Juana. Me acercaba a su mesa, de la que la mujer que tenía un
defecto físico en la cadera se levantaba en muy pocas ocasiones y allí me
explicaba y veía. La mesa la tenía repleta de: imágenes, fotografías, estampas
y figuritas religiosas, y había: unas figuritas de barro que tenían en la
cabeza una ranura, que representaban a los negritos y a los chinitos que había
que cristianar y por los que había que pedir cada año.
XIII.
Porque siendo muy
niños, un día al año, como un aliciente para nuestra infancia celebrábamos el
día del Domunt. Podía ser el último domingo del mes de octubre y nos ponían a
pedir a los críos. Y salíamos los más pequeños con los chicos un poco más
mayores a recorrer las calles y las casas con las huchas, unas latas que había
que llenar de monedas, y después había que llevar todas las huchas a la iglesia
para que las recogiera el cura. Era para que la iglesia católica tuviera dinero
para las misiones de los misioneros que estaban evangelizando el África negra y
el Asia amarilla vestidos de blanco.
XIV.
Porque ya
enseguida habíamos de aprender a rezar y las mismas monjas me enseñaron a decir
de memorieta el padrenuestro. Padre
nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu
reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de
cada día dánosle hoy y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos
a nuestros deudores y no nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal.
Amén. De niño hube de aprender esta retahíla sin sentido, y seguramente, esta
retahíla, la mayoría de los mayores también la repetían como un trabalenguas.
XV.
Porque era una
formación, una deformación, un adoctrinamiento en las cuestiones religiosas de
nuestra consciencia y de nuestra inconsciencia infantil, a la que nadie ha dado
ninguna importancia, pero que estoy seguro, que a la larga no nos ha favorecido
a nadie de los que la sufrimos. Y es que en realidad nos llevaban a un punto en
el que los niños no pensábamos otra cosa que ser misioneros de mayores y las
niñas en ser monjas. Veíamos el mundo tan falto de esa esencia que nos
enseñaban que soñábamos con ser los adalides de cambiarlo y luchar contra el
mal que nos tentaba a todos.
XVI.
Porque con esta educación que recibimos en aquellos
años que oscurecieron nuestras cortas vidas, allí, en aquella escuela de monjas
franciscanas, era una congregación francesa, tiempo en el que trataron de
iniciarnos en la vida, hasta en las cuestiones más sencillas, cuando trataban
de corregir nuestra conducta infantil y nuestro comportamiento, apelaban a la
religión y se pasaban el día diciendo que aquello que hacíamos mal, no le iba a
gustar ni a dios ni a la virgen. Y también cuando trataban de entretenernos era
muy socorrido contarnos cuentos de los santos y de los ángeles y de los niños
mártires.
XVII.
Porque ya en aquellos
tiempos que recuerdo y lo recuerdo perfectamente, estas monjitas, además de
quitarnos los mocos apretando nuestras narices con sus dedos protegidos por un
pañuelo hasta hacernos daño, que nos hacían daño hasta cuando se los quitaban a
otro, también me hablaron por primera vez de los pecados para que ya lo
supiéramos diferenciar y no pecáramos por desconocimiento. Pecados veniales:
portarse mal, desobedecer a los padres, y de los pecados mortales que eran los
de robar o matar y estaban también los de horrible sacrilegio que eran los más
graves pero que no nos decían cuales.
XVIII.
Porque allí en aquellos primeros años de
nuestra vida, en aquellas monjas se centraba toda la educación que se nos daba
a los niños, porque en casa las cosas no pasaban más que de comer a las horas y
salir a jugar a la calle y un poco hacer los deberes que por aquellos años
salvo repasar con la madre las oraciones pocos más había. Y en aquella escuela aunque
la doctrina decía: Dejad que los niños se
acerquen a mí, recuerdo perfectamente, aunque a mí nunca me tocaban, cómo
les pegaban a algunos niños: sor Juana con la caña y sor Vitoria con el llavín.
Los castigaban a que les colgaran los mocos en el rincón.
XIX.
Porque enseguida,
ya no recuerdo si en un sitio o en otro o en todos a la vez, nos hablaban de
las cosas más trascendentes de la vida: la muerte. Y muchas muertes de mi
entorno más cercano, aunque fueran de personas que yo no conociera, las
recuerdo como si hubieran sido ayer: ¡ay
que se ha muerto tal… el pobre… o cual… que dios lo acoja en su seno! Y
recuerdo que por unos días, por la noche pasaba el primer rato a oscuras en la
cama: muerto de miedo. De una forma u otra siempre rodeándonos de peligros de
muerte y de pecados que nos podían mandar al infierno: a las calderas de Pedro
botero.
XX.
Porque me acuerdo
como si hubiera sido ayer de la muerte de Casto Yubero. Yo tendría unos siete
años. Estaba en casa de Ernesto jugando con su hermana en la semipenumbra de la
cocina. Ernesto era monaguillo y vino del cementerio de ayudar al cura en la última
palabra al enterrar a Casto que lo había arrollado un tren, y nos contó cómo
había sido el enterramiento. y que habían venido al entierro muchos compañeros
ferroviarios que gritaban: ¡Adiós Casto
hasta la eternidad! El terror que arrastraban las palabras balanceaba la
bombilla que colgaba del techo. Me costó muchas noches conciliar el sueño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario