martes, 16 de agosto de 2016

De la once a la veinte.

  XI.      Porque estas mujeres, apoyadas desde mi casa en un afán familiar por aplaudir mis progresos, muy pronto me enseñaron a santiguarme: por la señal de la santa cruz de nuestros enemigos líbranos señor dios nuestro, en el nombre del padre y del hijo y del espíritu santo, amén. Así, con el dedico haciendo cruces: la primera en la frente, la segunda en la boca y la tercera en el pecho, y la cuarta en el cuerpo entero y para acabar un besico en las puntas de los dedos pulgar e índice como haciendo con ellos una cruz. Era un reto en el que había que tratar de interiorizar la cruz que luego se hará presente para siempre.

XII.      Porque allí en la escuela de las monjas, mi segunda casa durante tres años, todo giraba alrededor de la virgen María y el niñito Jesús y el Ángel de la guarda. Yo estuve siempre abajo, con Sor Juana. Me acercaba a su mesa, de la que la mujer que tenía un defecto físico en la cadera se levantaba en muy pocas ocasiones y allí me explicaba y veía. La mesa la tenía repleta de: imágenes, fotografías, estampas y figuritas religiosas, y había: unas figuritas de barro que tenían en la cabeza una ranura, que representaban a los negritos y a los chinitos que había que cristianar y por los que había que pedir cada año.

XIII.      Porque siendo muy niños, un día al año, como un aliciente para nuestra infancia celebrábamos el día del Domunt. Podía ser el último domingo del mes de octubre y nos ponían a pedir a los críos. Y salíamos los más pequeños con los chicos un poco más mayores a recorrer las calles y las casas con las huchas, unas latas que había que llenar de monedas, y después había que llevar todas las huchas a la iglesia para que las recogiera el cura. Era para que la iglesia católica tuviera dinero para las misiones de los misioneros que estaban evangelizando el África negra y el Asia amarilla vestidos de blanco.

XIV.      Porque ya enseguida habíamos de aprender a rezar y las mismas monjas me enseñaron a decir de memorieta el padrenuestro. Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores y no nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal. Amén. De niño hube de aprender esta retahíla sin sentido, y seguramente, esta retahíla, la mayoría de los mayores también la repetían como un trabalenguas.

XV.      Porque era una formación, una deformación, un adoctrinamiento en las cuestiones religiosas de nuestra consciencia y de nuestra inconsciencia infantil, a la que nadie ha dado ninguna importancia, pero que estoy seguro, que a la larga no nos ha favorecido a nadie de los que la sufrimos. Y es que en realidad nos llevaban a un punto en el que los niños no pensábamos otra cosa que ser misioneros de mayores y las niñas en ser monjas. Veíamos el mundo tan falto de esa esencia que nos enseñaban que soñábamos con ser los adalides de cambiarlo y luchar contra el mal que nos tentaba a todos. 

XVI.       Porque con esta educación que recibimos en aquellos años que oscurecieron nuestras cortas vidas, allí, en aquella escuela de monjas franciscanas, era una congregación francesa, tiempo en el que trataron de iniciarnos en la vida, hasta en las cuestiones más sencillas, cuando trataban de corregir nuestra conducta infantil y nuestro comportamiento, apelaban a la religión y se pasaban el día diciendo que aquello que hacíamos mal, no le iba a gustar ni a dios ni a la virgen. Y también cuando trataban de entretenernos era muy socorrido contarnos cuentos de los santos y de los ángeles y de los niños mártires.

XVII.      Porque ya en aquellos tiempos que recuerdo y lo recuerdo perfectamente, estas monjitas, además de quitarnos los mocos apretando nuestras narices con sus dedos protegidos por un pañuelo hasta hacernos daño, que nos hacían daño hasta cuando se los quitaban a otro, también me hablaron por primera vez de los pecados para que ya lo supiéramos diferenciar y no pecáramos por desconocimiento. Pecados veniales: portarse mal, desobedecer a los padres, y de los pecados mortales que eran los de robar o matar y estaban también los de horrible sacrilegio que eran los más graves pero que no nos decían cuales.

XVIII.       Porque allí en aquellos primeros años de nuestra vida, en aquellas monjas se centraba toda la educación que se nos daba a los niños, porque en casa las cosas no pasaban más que de comer a las horas y salir a jugar a la calle y un poco hacer los deberes que por aquellos años salvo repasar con la madre las oraciones pocos más había. Y en aquella escuela aunque la doctrina decía: Dejad que los niños se acerquen a mí, recuerdo perfectamente, aunque a mí nunca me tocaban, cómo les pegaban a algunos niños: sor Juana con la caña y sor Vitoria con el llavín. Los castigaban a que les colgaran los mocos en el rincón.

XIX.      Porque enseguida, ya no recuerdo si en un sitio o en otro o en todos a la vez, nos hablaban de las cosas más trascendentes de la vida: la muerte. Y muchas muertes de mi entorno más cercano, aunque fueran de personas que yo no conociera, las recuerdo como si hubieran sido ayer: ¡ay que se ha muerto tal… el pobre… o cual… que dios lo acoja en su seno! Y recuerdo que por unos días, por la noche pasaba el primer rato a oscuras en la cama: muerto de miedo. De una forma u otra siempre rodeándonos de peligros de muerte y de pecados que nos podían mandar al infierno: a las calderas de Pedro botero.

XX.      Porque me acuerdo como si hubiera sido ayer de la muerte de Casto Yubero. Yo tendría unos siete años. Estaba en casa de Ernesto jugando con su hermana en la semipenumbra de la cocina. Ernesto era monaguillo y vino del cementerio de ayudar al cura en la última palabra al enterrar a Casto que lo había arrollado un tren, y nos contó cómo había sido el enterramiento. y que habían venido al entierro muchos compañeros ferroviarios que gritaban: ¡Adiós Casto hasta la eternidad! El terror que arrastraban las palabras balanceaba la bombilla que colgaba del techo. Me costó muchas noches conciliar el sueño.

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