viernes, 23 de diciembre de 2016

Van ciento cuarenta

CXXXI  Porque como había que ir a los oficios de la iglesia, a los que iban las personas mayores por turno a velar a Jesucristo que estaba muerto metido en una arquilla de cristal, mi madre discutía con mi padre porque mi padre no quería ir, porque seguro que estaba mejor en cualquier otro sitio, y le decía: anda tú, que luego voy yo, y entonces iba yo con ella. Estaba con mi madre hasta que me mandaba a buscar a mi padre a cualquier sitio. Al salir de la iglesia veía que allí estaban las personas con las manos sujetando su barbilla y los codos reclinados en el banco y las rodillas hincadas en el suelo: rezando.
CXXXII  Porque en definitiva Jesucristo había muerto por redimir nuestros pescados, también por los míos. Ya era el segundo pecado que había cometido sin hacer nada. Quedaba muy claro el mensaje que nos llegaba desde la devoción católica y era que todos los hombres éramos unos pecadores sin remisión, y yo pensaba que todos los años lo habían de matar por nuestra culpa. Se quiera que no, ese certeza penetra en las entrañas del niño conforme va andando su corto camino, sin importar a los propagadores la aflicción que le pueda acometer entonces sino la concienciación de su conducta en el futuro.
CXXXIII Porque en la noche estaba la luna llena. La Iglesia hacía el calendario para que aquella noche fuera de luna llena, la primera luna llena del mes de abril, y ya me iba a dormir sin saber qué iba a pasar mañana cuando volviera a resucitar dios. Y en el mañana, recuerdo el Domingo de gloria o de resurrección, el domingo de Pascua o el domingo de Pascua Florida, que tenía muchos nombres ese día, porque era el único día que decía el catecismo que era obligatorio comulgar para el cristiano, porque Cristo había resucitado. Ya se podía otra vez reír y cantar en las casas, y gritar y jugar en las calles y vestir de claro las mujeres, aunque todavía siendo primavera: sin lucir escote.
  CXXXIV Porque luego llegaba el día de la Ascensión, que cuando me tocó antes a mí, me tocó a mí, pero que siempre había un primo o un amigo que hacía la primera comunión, y ese día había que verlo viviendo el día más importante de su vida. Porque ese día era el día más radiante del año y lo decían el dicho: tres jueves hay en el año que relucen más que el sol Jueves Santo, Corpus Cristi y el día de la Ascensión. Siempre era jueves. Tenían que pasar cuarenta días desde el día Viernes santo que había muerto Jesús. Era cuando ascendió a los cielos desde una montaña, que lo vieron su madre y los apóstoles.
CXXXV Porque recuerdo cómo se celebraba el día del Corpus Christi. En mi pueblo una procesión salía de la iglesia a pasear las calles con la custodia bendita con el cuerpo de Cristo. El símbolo sagrado era llevado por el párroco y los coadjutores vestidos con sus mejores galas, protegidos todos bajo el palio de ocho palos que llevaban las autoridades civiles y los guardias civiles.
Los niños que habían comulgado ese año echaban pétalos de rosas  a la par que caminaban. En las confluencias de las calles por las que pasaba la procesión florida las vecinas levantaban unos altares para mayor gloria del paso. Todo era emoción y sentimiento cristiano que ahora lo recuerdo y me da risa.
CXXXVI  Porque en tan tierna edad me educaron en el temor a dios y en la aprensión a la muerte. Dios era un dios que me quería mucho, mucho más que lo que se puede querer a nadie. Tanto me quería que cualquier día me llevaría con él al cielo, a su lado, como se había llevado a un hijo de una amiga de mi madre para que fuera un ángel del cielo. Siempre y cuando no estuviera en pecado. Para conseguir este propósito utilizaban la semana santa para que los más niños iniciáramos la formación de nuestra consciencia e inconsciencia identificándonos con el dolor de Jesucristo en el tiempo de pasión.
  CXXXVII  Porque cuando me hablaban del infierno y del fin del mundo y del juicio final y decían aquello del llanto y el crujir de dientes que había en el infierno, que nada más que el sonido de las palabras llorando y crujiendo y corriendo hacia mí, me ponían los pelos de punta, tenía la sensación de que podía ocurrir cualquier mal presagio mañana mismo. Así que no sé si me portaba bien o mal, pero por la noche cuando entraba ruido por el balcón, lo pasaba muy mal y la manta no llegaba a taparme la cabeza pensando en lo peor que me podía pasar rodeado como estaba de peligros y tentaciones por todas partes.
CXXXVIII Porque mi vida iba caminando y las cosas iban cambiando. Aunque no me acuerdo de si llegaban malas noticias para la iglesia, sí recuerdo cuando hablaban las señoras en la mesa camilla de casa de mi abuela, mientras hacían mundillo, aunque a muchas más cosas de las que decían era difícil seguir el ovillo, las que más les ocupaba eran las cosas de la Iglesia y el Concilio Vaticano II que se estaba celebrando en Roma. Decían que este Papa nuevo que se llamaba Pablo VI lo iba a arreglar todo y ya hablaban de qué iba a pasar con el Concilio. Cosas y temores de las mujeres piadosas.
CXXXIX  Porque recuerdo cómo fueron cambiando poco a poco las cosas en la Iglesia. Cambios que a cuenta de las exclamaciones de dolor que oía de boca de las mujeres mayores, pudiera ser que a nadie les pareciera bien, porque eran cosas muy modernas que no iba a traer más que el pecado. Creo que por aquellos días las pintaron de blanco y de pronto las paredes de la iglesia, abrieron las ventanas y prendieron las luces en la iglesia y había más luz que nunca. Pusieron una mesa de piedra en medio del altar y en el atar mayor no quedó más que la puerta del sagrario. No usaban el latín más que para las cosas más sagradas y para los funerales. Todo para ensartar mejor las mentiras.
CXL Porque llegó la tarde de un domingo que no consigo poner en el tiempo, en la que había venido el señor arzobispo al pueblo. Se llamaba Enrique Delgado y junto con otros muchos niños de mi misma edad y un poco más mayores me confirmaron. Ahora veo la foto y me reconozco y sin embargo no quedó grabada en mi memoria.
Me decían mis tíos en broma que el arzobispo me iba a dar una torta. Mi madre me decía que era una caricia en la cara con la que me aceptaba como buen cristiano en el seno de la iglesia. Sin duda yo quería ser buen cristiano, y que a partir de ese día me iba a iluminar el Espíritu santo.

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