lunes, 17 de octubre de 2016

Las noventa

LXXXI   Porque, no es que me dé cuenta ahora, sino que ahora no estoy dispuesto a mentir por ellos, ni quiero encubrirlos con mi silencio, y por eso digo que este mandamiento, lo dictan, lo mantienen, lo defienden y lo obligan a cumplir, quienes son expertos en mantener la mentira, aquellos mismos cuya historia concreta y completa, se soporta en falsos testimonios: uno que dice que le dijeron que le habían dicho, que un día vieron a quien había visto lo que había visto, y que le dijo que les dijera lo que había dicho. Y si la mentira desapareciera de la faz de la tierra lo primero en desaparecer serían las religiones. Ellos.
LXXXII   Porque para que en nuestra inocencia y nuestra ignorancia tuviéramos más maneras de pecar que ni siquiera sabíamos que existían, nos proponían una nueva forma, y así, el noveno mandamiento decía: no codiciarás los bienes ajenos. Este mandamiento, a fuerza de llegar a entenderlo, intuía perfectamente que no lo podía cumplir porque siempre estaba pensando en que me comprara mi madre algunas cosas que tenían mis amigos. El mayor pecado era un balón de fútbol. Las religiones en su afán por eternizarse es el mandamiento contra el que más han pecado porque han pecado de manera cotidiana.
LXXXIII  Porque todavía me quedaba lo mejor por aprender en este proceso de componerme personalmente la conciencia con los mensajes del bien y del mal de la religión, y para que no me faltara ningún detalle en la percepción de la vida y de los riesgos de pecar que me acechaban, hubieron de prevenirme de lo que iba a ser pecado cuando fuera mayor, y para acabar las tablas de la ley, dicen que dios mandó escribir el décimo mandamiento: no desearás a la mujer del prójimo. Pero primero: ¿cómo se le puede enseñar este mandamiento a un niño…? y segundo: ¿por qué será pecado…?

LXXXIV   Porque estas son las leyes que manda seguir la religión, normas que nadie cumple y muchas veces se faltan de manera muy grave, aunque resulta luego que a los ojos de dios tienen perdón con la confesión, el arrepentimiento y la penitencia. Todos estos aspectos que regulan las actitudes humanas son  muy personales y muy subjetivos y como además solo son perdonados con el visto bueno de un sacerdote, permite que los más pecadores contra los mandamientos de más gravedad y trascendencia puedan solucionar su problema teniendo contentos a los sacerdotes que son los que le van a ofrecer el perdón.
LXXXV   Porque una vez que puesto de rodillas antes de confesarme y haber hecho la lista mental de los pecados que había cometido en los últimos días repasando los diez mandamientos, aunque casi todos fueran tonterías, había que tener dolor de los pecados. Puedo asegurar que con los pecados que yo tenía, no podía tener dolor ni dándome pellizcos debajo de los sobacos que es donde más duele, y entonces me centraba en sentir si me dolían las rodillas de estar arrodillado tanto tiempo, buscando en mis pecados sin poder encontrarlos. Porque con el dolor llegaba el necesario arrepentimiento.
LXXXVI   Porque otra cosa extraña que sucede con tus pecados, con tus faltas, con las que si las habías cometido podías haber perjudicado a otros, no es necesario decir la verdad y confesarse y arrepentirse ante el ofendido por tus faltas, sino que el arrepentimiento es ante dios que es el que se siente ofendido por todos nosotros y por todos los pecados del mundo. Y era dios quien perdonaba con la mediación del sacerdote sin necesidad de ningún requisito para con el ofendido. Y es que en casi todos los pecados el ofendido era dios, porque dios estaba en todas las partes y le afectaba todo.
LXXXVII   Porque después de tanto dolor mental como había sentido hasta llegar a la congoja que atrae al arrepentimiento, tenía que hacer propósito de enmienda para que el perdón surtiera sus efectos en toda su extensión, y para que no me volvieran a doler los pecados. Yo no sé qué me hubiera pasado, si yo hubiera sido un pecador con un firme propósito de enmienda y no hubiera vuelto a pecar nunca más, porque entonces ya no me hubiera tenido que confesar, y entonces, mira qué plan, que por mi cara bonita yo con un sacramento menos que cumplir. Pero ya sabemos que la carne es débil y yo era débil.
LXXXVIII  Porque una vez cumplidos todos los preámbulos y requerimientos del sacramento, cuando me tocaba, me acercaba al confesionario y me ponía de rodillas en la parte frontal, en los laterales, protegidas, tras unas ventanas pequeñas con unas celosías, se habían de poner la chicas y las mujeres, y allí, después del ave maría purísima y de decir los días que hacía que no me había confesado tenía que decir los pecados al confesor. Que yo no sabía por dónde empezar. No sé si no sabía qué decir o si pensaba que se me iba a notar mucho que estaba medio inventando mis pecados.
LXXXIX   Porque para la religión, decir los pecados al confesor, aunque sean pequeños, es muy importante que se haga ya desde niño para irse acostumbrando a acusarse en esa intimidad y con esa cercanía, que si de niños los pecados han de ser siempre veniales quién sabe cómo serán los pecados cuando sean mayores y mejor que los conozca el clero de primera mano. Aunque ahora no existe ni la obligación ni la costumbre de ir al confesionario a confesarse sigue quedando entre los católicos la posibilidad de acercarse al cura a comentarle sus cuitas y pedirle consejo.
XC   Porque el confesionario se me presentaba como un lugar temible, y es que aquella caseta de madera, para un niño que se debía poner de rodillas ante la puerta de la caseta y que esperaba a que el cura me cubriera con las cortinas las espaldas y se acercara a mí con el aliento y me dijera: dime hijo, representaba el lugar más terrible y lóbrego que nadie pudiera imaginar. Y allí en la penumbra de la tarde todo era oscuro y tétrico en la iglesia. Y sobre todo aquel miércoles por la tarde que era el día de antes al que iba a comulgar por primera vez. Ave María purísima, sin pecado concebida. Que todavía lo recuerdo.

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