jueves, 1 de diciembre de 2016

Ciento diez razones

CI   Porque en aquellos primeros años en los que ejercía de buen cristiano, había de tener mucho cuidado con lo que hacía: si me confesaba el sábado por la tarde y comulgaba el domingo a eso de la diez de la mañana, había podido cometer algún pecado. Entonces ya la había liado: no podía comulgar porque estaba en pecado y no comulgar el domingo era pecado y si comulgaba en pecado entonces era un pecado de horrible sacrilegio, que era el peor pecado de todos los pecados. Más de algún día trate de ir a confesarme de nuevo, pero al final no iba porque me daba vergüenza de ser tan pecador.
CII   Porque también en aquellas tardes en las que me daba por pensar en mis cosas con la religión y con recibir el cuerpo de Cristo limpio de pecado, alguna vez me quedaba la duda de si no me había acordado de decirle algún pecado al confesor porque allí en el confesionario nunca me salían de corrido los pecados que me había pensado. Y me sentía en la obligación de volverme a confesar aunque en el último momento me convencía de que dios, como no lo había hecho a propósito, aunque no los hubiera dicho, me los perdonaba igual. Pero siempre me quedaba esa duda que me hacía vivir con esa preocupación.
CIII   Porque en una ocasión en la que no le había dicho al cura un pecado que había cometido: un día había comido algo poco antes de comulgar, cuando me di cuenta de que no se lo había dicho, pensé que no era pecado, porque había pasado el tiempo suficiente, pero me entraron las dudas y al día siguiente también había comulgado y había vuelto a pecar y a la semana siguiente que tampoco me atreví a decirle nada al cura. Recuerdo vivir en una angustia que no se sabe bien si no se ha vivido. Hay que tener una gran entereza para llegar y decir: no se lo digo al cura, me voy a olvidar y que sea lo que dios quiera.
CIV  Porque también estaban la novenas. Que eran nueve días seguidos de ir a la Iglesia por la tarde a rezar el rosario y algunos días a esperar la misa. Los niños íbamos a la novena del Niño Jesús que se hacía los días anteriores al día de Reyes en la que cantábamos villancicos y a la salida nos daban unos boletos para el sorteo de un Niño Jesús de escayola. Pero después estaban otras novenas que recuerdo, a alguna de ellas he acudido: la novena de santa Ana y la de san Antón y de la Inmaculada concepción. Y estaban los primeros viernes de mes y las procesiones del Sagrado corazón de Jesús. Todo muy católico para tener siempre presente a dios.
CV  Porque era tan retorcido el mundo ficticio en el que me metieron en aquellos años, que para mí, lo más importante de las navidades era que llegaban los reyes magos. Había que escribirles una carta para pedirles lo que querías que te trajeran. Y esperar días y días mientras pensabas que les tenías que haber pedido otras cosas mejor que las cosas que les habías pedido. Y mi madre medecía que no se podía cambiar. Y debía de preocuparme de que la noche de reyes pusieran las botas llenas de maíz para la que pudieran comer los caballos y camellos que traían a los reyes. Menos mal que mi abuela Flora estaba en todo.
CVI  Porque ya llegaba la mañana de reyes que era el día que más madrugaba del año, que me levantaba de la cama de un salto aunque hiciera frío, y tenía la sorpresa: los reyes magos nunca me traían lo que les había pedido. ¿Dónde estaba el fuerte con los indios? ¿Dónde estaba el balón de reglamento? Me tenía que conformar porque me decía mi madre que el balón nos llegaría con los puntos del chocolate. Descubrir que los reyes magos eran los padres porque un día en el que ya habían pasado el día de reyes, encontré la carta que yo les había escrito a los reyes en un cajón donde guardaba mi madre los papeles.
CVII  Porque la rueda de la vida seguía: una vez que yo sabía el engaño, tuve que callarlo no fuera que si decía que lo sabía entonces me fuera a quedar sin nada y por responsabilidad tuve que seguir engañando con los reyes magos a mis hermanos. Al año siguiente la noche de reyes había visto que todavía estaba el fuerte en la tienda y se los dije a mi madre para que fuera a comprarlo antes de que los reyes se lo llevaran a otro. Estaba en la pila de la cocina lavándome las piernas como se lavaban antes y poco se pudo aguantar que me soltó una manotada. Se acabaron lo reyes a partir de aquel año: calcetines.
CVIII  Porque recuerdo perfectamente todos mis devaneos con dios es cristo. Lo extraño y oscuro que resultaba toda aquella parafernalia que utilizaban para esconder sus misterios con evocaciones inexplicables y que me dejaban con la inquietud por dentro. Recuerdo al cura subir al púlpito los días importantes y hablar casi gritando y estar escuchando con mucha atención lo que decía. Recuerdo cómo hacía las misas de espaldas, en un altar que estaba lleno de candelabros dorados y de velas que encendía el sacristán poco antes de empezar la misa y que cuando acababa la ceremonia  salía corriendo a apagarlas con un apagavelas. Lo recuerdo todo oscuro.
CIX  Porque entonces se empeñaba mi tía Florentina en que hiciera de monaguillo y me llevaba con ella a la sacristía para que me fuera habituando a ese ambiente de estolas, tullas, casullas y sotanas. Yo atónito ante aquellos arcones altos en los que guardaban las ropas blancas. Solo una vez consiguió que ayudara en una misa, de tan buena suerte que se puso detrás mía y se me caían los mocos, y yo hacía esos ruidos inevitables que se hacen con la nariz cuando salen y no quieres que salgan, y ella, aunque liberó su malestar soltándome algún pellizco, pasó tan mal rato que ya no insistió en su idea.
CX  Porque en aquellos días me sorprendieron los libros que utilizaban en todas las liturgias que se celebraban en la iglesia y que llevado por mi curiosidad los pude ver en la sacristía cuando me quedaba solo esperando a mi tía Florentina a que acabara con sus cosas. Allí estaban escritos los conjuros y los ruegos que decía el cura en misa y que los leía de aquellos libros grandes que el monaguillo ponía encima del altar poco antes de empezar la celebración y que estaban escritos en latín con unas letras grandes de una caligrafía de letras con dibujos con las que llenaban ese libro gordo con pocas palabras. 

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