XLI Porque aprovechando
la credulidad que se tiene cuando uno es niño y está empezando a ver el mundo
que le rodea, un mundo donde todo aparece extraordinario, nos decían los
mayores que en el cielo estaban los ángeles y que todos los ángeles eran
espíritus perfectos creados por dios para que fueran sus acompañantes en el
cielo y gozar con él de su presencia y participar de su felicidad. Con esa
excusa me hablaron de que el cielo estaba muy poblado por los ángeles y los
querubines y los serafines, que estos ya no sé quienes eran pero que recuerdo
que aparecían en la peana de Santa Ana.
XLII Porque
por otro lado me hablaban del demonio. Me contaban que al principio de los
tiempos cuando todavía no había empezado el mundo, el diablo era un ángel bueno
pero que con otros ángeles se habían convertido en ángeles malos. Estos ángeles
malos se habían enfrentado a dios porque querían más poder celestial que ningún
otro ángel, se dejaron llevar por su orgullo y su ambición y su deseo y se rebelaron
contra dios queriendo quitarle su cetro en el cielo. Como consecuencia de su
rebelión fueron expulsados del nivarna después de la batalla, en la que al
parecer usaron espadas, lanzas y tridentes.
XLIII Porque de
una manera u otra, siendo todavía muy niño, fui conociendo lo malos que eran
los ángeles malos a los que llamaban demonios o diablos. No sé porqué, pero ya
me dijeron dónde vivían: en el infierno, que yo entonces me hacía una idea que
estaba en el centro de la tierra. Se llamaban: Lucifer, Satanás, Belcebú, y
dios les había mandado que recogieran de la tierra a todos los hombres que eran
malos para que no fueran al cielo. En realidad nunca supe cuántos eran los
demonios jefes: si era uno o era un triunvirato, lo que si tenía claro es que
eran legión y que también estaban al acecho en todas las partes.
XLIV Porque
tanto hablar de los demonios, nos decían que tenían cuernos y rabo y eran
colorados y feos, que yo pensaba que cualquier noche se iban a aparecer al lado
de mi cama para decirme tentaciones y llevarme con ellos al infierno. Porque a
Satanás y sus ángeles amigos, que ya no eran ángeles sino que eran demonios,
dios les había encargado entonces, que se dedicaran a tentar a los hombres y a comprar
su voluntad otorgándoles la eterna juventud y convencerles para que dejaran de
amar a dios. Así dios siempre nos tenía a prueba a los hombres y mujeres, a los
niños y niñas con la tentación del demonio.
XLV Porque
sobretodo solamente podía vivir tranquilo si me hablaban de mi ángel de la
guarda, si me creía de que en la tierra siempre lo tenía detrás de mí aunque no
lo viera. Un ángel bueno que estaba para salvarme de todos los peligros que me
acechaban. Yo no me lo podía creer, pero me lo creía, porque me convenía,
sabiendo como sabía, cuántos peligros corría y sobretodo si me defendía del
demonio cuando estaba durmiendo. Y me contaban historias de niños a los que
cuando estaban a punto de morir porque se iban a caer a un agujero iba el ángel
de la guarda y lo cogía antes de caer y entonces no se morían.
XLVI Porque me
acuerdo perfectamente de don Pablo, que era el párroco del pueblo y andaba
envuelto en una sotana negra que le escondía los zapatos. Un hombre mayor con
una coronilla en la cabeza que daba miedo y que cuando me veía me pasaba sus
manos sobre mi cabeza. Y recuerdo a don Joaquín que casi nunca se le veía por
la calle. A don Juan José que era muy joven y venía a casa de mi abuela. Y a
don Jesús, el cura más importante que he conocido. Era mi tío, había que mirarlo
con más respeto y darle un beso. Todos hombres muy serios y lejanos, que
cualquiera pudiera pesar que eras el mismo diablo.
XLVII Porque
también recuerdo que un día estábamos jugando unos cuantos críos en la puerta
de la iglesia del pueblo, a un juego al que llamábamos el truco. Nos colocábamos
cada uno en uno de los pilares, puertas de los que conformaban el porche,
siempre uno menos de los que estábamos jugando, todos pasábamos de un truco al
otro y el que no tenía, hacía por llegar antes que el que se cambiaba. Teníamos
que estar muy atentos y rápidos, pero no hacíamos mal a nadie, ni profanábamos
un lugar sagrado, ni molestábamos a dios. Pasó Don Pablo y se enfadó mucho con
nosotros, se puso como un basilisco.
XLIX Porque
como nosotros éramos unos críos que estábamos jugando y estábamos a lo nuestro
y pudiera ser que no le dijéramos nada al párroco. El hombre con actitud severa,
se puso en medio del porche y nos conminó a que nos acercáramos, nos llamó la
atención y nos hizo que le besáramos la mano y a los dos últimos les soltó dos
bofetadas a traición, que a esas las soltaba como nadie. Los niños quedamos
atónitos y además de sentirnos indefensos ante la ira del cura, también
quedamos con un sentimiento de culpabilidad, que a la postre, era de lo que se
trataba: saber cómo había que sufrirse la Iglesia.
L Porque en la
iglesia, en las monjas y en nuestra casa, nos conminaban a dar besos a todo, y
no solo a las abuelas y a las tías que era lo normal porque ellas venían a por
ti en cuanto te veían, sino también al cura en la mano. Y besos a las estampas
de las vírgenes y de los santos que nos enseñaban y que las guardaban en la
cómoda como si fueran reliquias, a las figuras de las vírgenes y de los santos
que también la tenían por todos los sitios, al niñito Jesús que lo sacaban de
su canastilla como si fuera un bebé de verdad, y a los escapularios que
llevaban las mujeres en el pecho.
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