lunes, 5 de septiembre de 2016

Van cincuenta.

XLI   Porque aprovechando la credulidad que se tiene cuando uno es niño y está empezando a ver el mundo que le rodea, un mundo donde todo aparece extraordinario, nos decían los mayores que en el cielo estaban los ángeles y que todos los ángeles eran espíritus perfectos creados por dios para que fueran sus acompañantes en el cielo y gozar con él de su presencia y participar de su felicidad. Con esa excusa me hablaron de que el cielo estaba muy poblado por los ángeles y los querubines y los serafines, que estos ya no sé quienes eran pero que recuerdo que aparecían en la peana de Santa Ana.

XLII   Porque por otro lado me hablaban del demonio. Me contaban que al principio de los tiempos cuando todavía no había empezado el mundo, el diablo era un ángel bueno pero que con otros ángeles se habían convertido en ángeles malos. Estos ángeles malos se habían enfrentado a dios porque querían más poder celestial que ningún otro ángel, se dejaron llevar por su orgullo y su ambición y su deseo y se rebelaron contra dios queriendo quitarle su cetro en el cielo. Como consecuencia de su rebelión fueron expulsados del nivarna después de la batalla, en la que al parecer usaron espadas, lanzas y tridentes.

XLIII   Porque de una manera u otra, siendo todavía muy niño, fui conociendo lo malos que eran los ángeles malos a los que llamaban demonios o diablos. No sé porqué, pero ya me dijeron dónde vivían: en el infierno, que yo entonces me hacía una idea que estaba en el centro de la tierra. Se llamaban: Lucifer, Satanás, Belcebú, y dios les había mandado que recogieran de la tierra a todos los hombres que eran malos para que no fueran al cielo. En realidad nunca supe cuántos eran los demonios jefes: si era uno o era un triunvirato, lo que si tenía claro es que eran legión y que también estaban al acecho en todas las partes.

XLIV   Porque tanto hablar de los demonios, nos decían que tenían cuernos y rabo y eran colorados y feos, que yo pensaba que cualquier noche se iban a aparecer al lado de mi cama para decirme tentaciones y llevarme con ellos al infierno. Porque a Satanás y sus ángeles amigos, que ya no eran ángeles sino que eran demonios, dios les había encargado entonces, que se dedicaran a tentar a los hombres y a comprar su voluntad otorgándoles la eterna juventud y convencerles para que dejaran de amar a dios. Así dios siempre nos tenía a prueba a los hombres y mujeres, a los niños y niñas con la tentación del demonio.


XLV   Porque sobretodo solamente podía vivir tranquilo si me hablaban de mi ángel de la guarda, si me creía de que en la tierra siempre lo tenía detrás de mí aunque no lo viera. Un ángel bueno que estaba para salvarme de todos los peligros que me acechaban. Yo no me lo podía creer, pero me lo creía, porque me convenía, sabiendo como sabía, cuántos peligros corría y sobretodo si me defendía del demonio cuando estaba durmiendo. Y me contaban historias de niños a los que cuando estaban a punto de morir porque se iban a caer a un agujero iba el ángel de la guarda y lo cogía antes de caer y entonces no se morían.

XLVI   Porque me acuerdo perfectamente de don Pablo, que era el párroco del pueblo y andaba envuelto en una sotana negra que le escondía los zapatos. Un hombre mayor con una coronilla en la cabeza que daba miedo y que cuando me veía me pasaba sus manos sobre mi cabeza. Y recuerdo a don Joaquín que casi nunca se le veía por la calle. A don Juan José que era muy joven y venía a casa de mi abuela. Y a don Jesús, el cura más importante que he conocido. Era mi tío, había que mirarlo con más respeto y darle un beso. Todos hombres muy serios y lejanos, que cualquiera pudiera pesar que eras el mismo diablo.

XLVII   Porque también recuerdo que un día estábamos jugando unos cuantos críos en la puerta de la iglesia del pueblo, a un juego al que llamábamos el truco. Nos colocábamos cada uno en uno de los pilares, puertas de los que conformaban el porche, siempre uno menos de los que estábamos jugando, todos pasábamos de un truco al otro y el que no tenía, hacía por llegar antes que el que se cambiaba. Teníamos que estar muy atentos y rápidos, pero no hacíamos mal a nadie, ni profanábamos un lugar sagrado, ni molestábamos a dios. Pasó Don Pablo y se enfadó mucho con nosotros, se puso como un basilisco.


XLIX   Porque como nosotros éramos unos críos que estábamos jugando y estábamos a lo nuestro y pudiera ser que no le dijéramos nada al párroco. El hombre con actitud severa, se puso en medio del porche y nos conminó a que nos acercáramos, nos llamó la atención y nos hizo que le besáramos la mano y a los dos últimos les soltó dos bofetadas a traición, que a esas las soltaba como nadie. Los niños quedamos atónitos y además de sentirnos indefensos ante la ira del cura, también quedamos con un sentimiento de culpabilidad, que a la postre, era de lo que se trataba: saber cómo había que sufrirse la Iglesia.

L  Porque en la iglesia, en las monjas y en nuestra casa, nos conminaban a dar besos a todo, y no solo a las abuelas y a las tías que era lo normal porque ellas venían a por ti en cuanto te veían, sino también al cura en la mano. Y besos a las estampas de las vírgenes y de los santos que nos enseñaban y que las guardaban en la cómoda como si fueran reliquias, a las figuras de las vírgenes y de los santos que también la tenían por todos los sitios, al niñito Jesús que lo sacaban de su canastilla como si fuera un bebé de verdad, y a los escapularios que llevaban las mujeres en el pecho.

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