miércoles, 21 de septiembre de 2016

Quia, setenta.

LXI Porque en la catequesis hube de aprender el credo: Creo en dios padre todopoderoso creador del cielo y de la tierra, creo en Jesucristo, su único hijo, nuestro señor, que fue concebido por obra y gracia del espíritu santo y nació de santa María la virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue: crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos y resucitó al tercer día de entre los muertos, y subió al cielo, y está sentado a la derecha de dios padre todopoderoso y desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos… Me aprendí de memoria éste que era corto y después otro más largo.
LXII Porque me hicieron confesar siendo inocente. ¿Y de qué me iba a confesar yo en aquellos años…? ¿Qué podía haber hecho de lo que ya me tuviera que confesar y sentir culpable…? cuando además decían que yo era un niño muy modoso y formal que no daba ningún mal a nadie en ningún sitio. No logro entenderlo y además en este mismo momento me desquicia y me desquicia más todavía que alguien pueda pensar que estoy exagerando. Y puedo llegar a perder las formas ante quien quisiera restar un ápice de gravedad a esta actuación de maltrato infantil que no sé si todavía se hace con los comulgantes.


 LXIII Porque la verdad es que repaso aquello, pensando y recordando y que nunca supe qué decirle al cura de qué me confesaba, Creo adivinar ahora que como en la confesión tenía que decirle algo que tuviera alguna trascendencia, aunque fuera pequeña, me inventaba los pecados que había cometido: si había desobedecido a mi abuela, que si he hecho enfadar a mi madre o si no había querido jugar con mi tío Juanito porque me hacía rabiar. En fin pecata minuta. Bueno, esas cosas de niño que al parecer eran pecado para los mayores. Si además repasaba el resto de los mandamientos y ni sabía qué querían decir.
LXIV Porque ahora ya nadie quiere recordar cómo nos hicieron confesar arrastrando nuestra inocencia por el suelo de la Iglesia para tratar de domarnos y sin importarles para nada nuestra dignidad y el quebrantamiento que suponía de nuestra niñez. Aquellos eran otros tiempos, dicen ahora, como si hubiera sido en el año de la maricastaña, y fue como aquel que dice hasta ayer mismo cuando se preocupaba el cura por nuestros pecados, aunque entonces seguro que no le interesara: qué habíamos comido al mediodía o si llevábamos los zapatos con un agujero en la suela o si había algún dinero en nuestra casa.
LXV Porque para poder confesarme me hicieron aprender el: Yo pecador me confieso a dios todo poderoso porque he pecado de pensamiento, palabra, obra u omisión, por mil culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa, por tanto ruego a santa María la virgen y a los ángeles y a todos los santos, para que intercedan por mí ante dios nuestro señor, amén. Tela, tela, tela, ¿cómo se puede hacer esto con un crío…? Esta es una tortura sicológica que sin duda, en ocasiones habrá tenido consecuencias desastrosas para la formación del carácter de las personas alimentando ese complejo de culpa.
LXVI Porque después que hice la primera comunión, para confesarme cada semana, tenía que ir a la iglesia el sábado por la tarde. Si había fiesta en medio de la semana, según los días que hubieran pasado, también tenía que ir la víspera de esa fiesta, porque si no eran muchos días sin confesar y yo era un pobre pecador. En la iglesia me ponía al lado del confesionario de rodillas en un banco y me decían que tenía que pensar en los pecados que había cometido en los últimos días desde la última vez que me había confesado. A eso le llamaban acto de contrición que además no se podía traer hecho de casa.
LXVII   Porque para poder hacer el acto de contrición me tuve que aprender los mandamientos que era muy importante sabérselos bien porque nos los dio el señor para que los cumpliéramos los hombres. Los diez mandamientos venían en el catecismo con un orden exacto jerárquico que había de saberlo de carrerilla. También decía que estos diez mandamientos se encierran en dos: amarás a dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. El mandamiento nuevo no entraba entre aquellos: que os améis los unos a los otros como yo os he amados. Lo cantábamos en una canción que ensayamos a coro.
LXVIII  Porque teniendo poco más de siete años, niño todavía, hube de aprenderme de memoria aquellos mandamientos que no entendía. Mandamiento quiere decir que lo que se manda es para que se obedezca sin discutir. Eran los mandamientos que el señor le entregó a Moisés en el monte Sinaí, en las dos tablas de la Ley. Porque dicen las Escrituras que Moisés es uno de los pocos hombres en la historia que ha hablado con dios. Cuando dirigía a su pueblo, subía al monte, hablaba con dios y le decía dios lo que tenía que decir, y bajaba Moisés y le decía a su pueblo que era lo que le había dicho dios para que les dijera.
LXIX   Porque aquellos mandamientos eran tan antiguos y estaban llenos de palabras de las que se usaban entonces que eran muy difíciles de comprender por mí. Palabras que si preguntabas qué querían decir, igual, así como así, te ganabas una buena bofetada. Por lo tanto no quedaba otra manera de aprenderlos que repetirlos y repetirlos una y otra vez: en la catequesis, en casa y en la cama hasta quedar dormido. Y como siendo tan niño no los pude reflexionar porque no los entendía, aprovecho para hacer esa reflexión en estos momentos desde esa nueva perspectiva, en la que sí sé lo que dicen y lo que quieren decir.


LXX Porque como una muestra de las intenciones que tienen los diez mandamientos, el primero dice y manda: amaras a dios sobre todas las cosas. Yo, mi, me, conmigo y para mí. Es importante observar la trascendencia de este primer mandamiento: es difícil y poco creíble ordenar que le amen a uno así porque sí, y entonces para salvar esta dificultad, quien lo redactó en lugar de decir directamente que le amaran a él que no pasaba de ser un hombre con aires de profeta, prefirió la estratagema de decir que se amara a dios en tercera persona, y luego ya diría que dios le decía a él lo que fuera.

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